jueves, mayo 12, 2005

Visitas inesperadas

A Clarice Baricco,
porque dice: “que las letras son espejos”.

A veces creo que el sitio más seguro donde me puedo encontrar es mi estudio que huele a humo de cigarrillo, a incienso aromado de “musgo verde” y al fuerte café tipo expreso que suelo beber antes de comenzar la costumbre de acribillar las teclas del ordenador. Aquí, mi refugio, sigue sin cuadrarme porque siento que la ventanilla que me regala la vista de una haya centenaria —de un jardín ajeno a mis pasos— no permite que los fantasmas que siempre me auxilian para contar historias vengan a susurrarme sus deudas para con este mundo de los vivos. Pero bueno, nada hay que cualquiera sinfonía de Mahler o la misa de Faurè cautiven a esas presencias que durante las madrugadas me arrullan con largos monólogos que a veces convierto en relatos. Y si con esto declaro mi locura, pues no será la primera ni la última ocasión en que luzca esa odiosa etiqueta.
He omitido, adrede, expresar que mi estudio se compone, antes que otra cosa, por libros, discos compactos y diminutas artesanías que con los años, se suman a la colección con la que adorno cada estantería. Es un mundo seguro, perfecto, hecho a mi capricho y medida (así lo ha sido en las tres casas que antecedieron a esta, que tampoco es mía, no crean que soy un millonario extravagante); aquí sólo entran tres: mi padre, y mis amigas Rosa y Camila, quienes quiera de ellos sólo pueden hacerlo en mi presencia. El tiempo en que no estoy aquí, este lugar duerme bajo llave.
Pero el martes pasado era, para mí, el estúpido “día de las madres”. En la casa organizamos, mi padre y yo, una comida familiar a la que pensamos que estaba a punto de no acudir nadie —pues ninguna comida que se precie inicia a las cinco de la tarde. Aunque bueno, tras el aparente desaire, fueron llegando los familiares luego de cumplir con sus propios compromisos. Después me llamaron por teléfono para que visitara a doña Minga, una mujer casi nonagenaria que fue mi primera catequista. Me convidó un condiscípulo que hasta la fecha no sé cómo carajo logró conseguir nuestros teléfonos y congregarnos a todos. Y como a todo escritor, las fiestas inútiles me desquician
Nos congregamos, a las veinte horas, frente a una casona de la parte vieja de Xalapa. Lo que había sido un bello jardín frontal era una maraña de hierba seca y en lugar de perfume floral olía a puro orín de gato. Hacía no menos de ocho años en que yo no caminaba por aquellos rumbos. El espectáculo, de entrada, era deprimente. Antes de internarme comencé a despedirme, pero la mano de la entonces niña Archer me paró en seco y con su tono de mujer acomodada me dijo: “No te vayas. Vamos a cantarle las mañanitas, porque Minguita está muy sola”. Cantamos. ¿Yo qué hacía allí si del olvido soy experto? Aunque sucumbió mi ansia de encontrar un posible cuento me topé con una realidad fantasmagórica. Creo que la señora Dominga jamás supo quién fue a cantarle. Involuntariamente comenzó, en mi cabeza, el desfile de los capítulos de la novela Coronación, del chileno Pepe Donoso… Salimos a los pocos minutos. Ya no me llevaba el demonio sino la pura realidad, no quería ver aquella crueldad sino las caras de las amigas con las que había quedado charlar en el centro de Xalapa… Vivimos, después de todo.