martes, mayo 31, 2005

El sastre de Tarzán

Laura apagó la televisión porque de entretenerse otro rato no llegaría a tiempo y una vez más tendría que arreglárselas para evitar que el “cerdo” de Fermín tratase de adivinarle los pezones mientras firmaba el retardo en su tarjeta de checar. Por eso la grasienta crema con que embadurnaba sus piernas se fue haciendo grumos hasta llegar a las rodillas. Después los sabores de glicerina y perfume de violetas se le mezclaron con el café negrísimo pero aguado y al fin, tras persignarse en los umbrales de su cuarto, logró salir a la calle.
No pasaban de las seis de la mañana y el día era sólo un mero aviso informal de que pudiera estar soleado o con lloviznas ligeras, pero molestas. Laura esperó a la combi que la llevaría hasta su trabajo, en el Ministerio de Cultura y cuando el chofer frenó, ella quedó indecisa entre subir al lugar del copiloto o buscar acomodo a su gusto en la parte trasera de la unidad. Total, a esas horas siempre encontraba asientos libres, pero recordó que como día primero de mes, en la estación de Reina de Gracia subirían, asaltarían la imunda combi los cientos de peregrinos que viajaban en tropel, desde sus miserables ciudades perdidas y pueblos rabones con la ilusión de pedirle un favor a la virgen.
Durante las primeras cuadras Laura negó la invitación que le hiciera el conductor cuando le aproximó una barra de chicle con sabor a fresas con crema; después lo hizo con un cigarrillo y al fin, derrotado el hombre, no le quedó más que encender la radio y sintonizar algún noticiero que entretuviera a la distante pareja que cruzaba con rapidez las calles de la colonia Lealtad Revolucionaria. Tras enterarse de los resultados deportivos, el precio del dólar, el “No” de los franceses a la constitución de la Unión Europea y escuchar una canción romántica en la decadente voz del español Rafael, el conductor del noticiero anunció que a la vuelta de los “anunciantes” tendría una entrevista exclusiva sobre las muertas de ciudad Juárez.
El chofer, acostumbrado a que la insensatez popular los ha erigido como filósofos del pueblo, cambió la sintonía y ecualizó un programa de corte infantil. “¿Cómo los oye, señito?, nomás con sus pinches mentiras para asustar a la gente”. ¿Y eso? Preguntó Laura sin demasiados ánimos como para que se suscitara una charla. “Pues que los periodistas nomás dicen la sarta de mentirotas. ¿Y sabe por qué? Porque eso de las mujeres asesinadas se lo inventaron ellos. ¿Cuáles víctimas, señorita? si luego luego se ve que esas chamacas le hacían a todo”. Ella se le quedó mirando como quien escucha, por vez primera, hablar de Ortega y Gasset a un mono cilindrero: Este es un pendejo de los que jura que todas las mujeres somos putas, menos su madre y sus hermanas. “Ajá” le alcanzó a decir Laura.
“¿A poco no?, ayer mismo dijo el presidente que ya todos los malandros están en la cárcel. ¿Y quién va a saber más, las ñoras que están proteste y proteste o el señor, que aunque lo manda su vieja, pues no deja de ser el mero chingón”. El chofer estaba tan complacido por sus cavilaciones que jamás se percató de la estupefacción con que Laura lo contemplaba. “Pero ahora que si usted quiere, paro esta cochinada de combi y nos vamos a desayunar algo, digo, como para que platiquemos con más detenimiento el punto, si usted se anima, claro”. Laura le aceptó un cigarrillo, a pesar de la hora necesitaba algo para invertir su furia. “¿Entonces qué, señorita?” preguntó el chofer, encantado, seductor. “No soy señorita, soy Laura”. El hombre sintió una mezcla de felicidad y cachondería. “Pues no se diga más, Laurita… ¿a qué VIPS la llevo?” No creo que usted tenga tiempo, al igual que el presidente está tan ocupado, como el sastre de Tarzán. El chofer se rascó la cabeza y tras pensar un poco le dijo: “Ora, si Tarzán anda casi encuerado”. Por eso, le dijo Laura, y ¿sabe qué? el sastre se parte la cebeza, porque no sabe cómo hacer la funda para los huevos. “Ora, ora, que yo no le falto al respeto”. Aquí me bajo, ordenó Laura. “¿A media calle?” Sí.