miércoles, junio 01, 2005

La real subasta de Martha

Cuando los cirqueros se dan cuenta que una mona les sale graciosa —habrá algunos animales que no estén de muy buen humor, jamás— pues la miman y le dan entrenamiento especial. Le compran falditas y acaso unos toques de colorete en las mejillas, pintan sus labios y algunos se atreven a ponerle unas pelucas con tal de ver a su jocosa mona con trenzas enredadas en listones de seda. Aún con todo, a pesar de tantos arreglos, las monas, monas se quedan.
Y dicen que en un poblado del bajío mexicano (así es la leyenda, que todo coincida no es mi culpa) llamado Jaral del Progreso, vivía un hombre que en su juventud se había dedicado al casi artesanal oficio de los cilindros, allá en la ciudad de México. Pero cuando las fuerzas le comenzaron a abandonar, el hombre decidió regresarse a su pueblo, abrir una especie de estanquillo —léase: “changarro”— con el que se ganaba la vida. Toda esta existencia anodina no ameritaba una leyenda, no; pero aquel solitario mitigaba sus horas con la dulce compañía de la Cuquita, una mona que fue su compañera en las andanzas cilindreras y cuando Rutilio se regresó al pueblo, no tuvo corazón para dejar a Cuquita en aquella jungla de asfalto.
La maledicencia, que es un deporte inmejorable, quiso acomodar manías de hombre solo a Rutilio. No faltaron las lenguas que juraban escuchar a media noche los alaridos de la mona, quien era atacada, sexualmente, por el anciano changarrero. Como a principios del siglo que se nos fue, las oficinas de defensa de los animales no existían, pues el hombre no pasó de ser, para los habitantes de Jaral, un viejo cochino y punto. Quiso la suerte o el infortunio que la Cuquita muriera victimada por la gripe, y en las puertas de “El Vals” (nombre del estanquillo) un moño negro lució de forma permanente. De no haber porque el cura del pueblo era tajante, Rutilio hubiese mandado a decir misas por el alma de la mona… total, al viejo no le importaba la teología ni esos enredos de sabios.
Cuando Rutilio murió, la maldita maledicencia, otra vez, le otorgó poderes afrodisiacos a la ropita de Cuquita. ¿Cuál sería la sorpresa de beatas y curas que en la cantina de Jaral se vendieron, como si de subasta neoyorkina se tratara, fragmentos de la ropa que usara la mona. No encontraron seda, pero los hábiles vendedores añadieron al pedazo de trapo una hojita donde se leía, como si fuese un manual, la manera correcta de usar aquello en “aquellito”. El negocio fue redondo.
La moraleja es la siguiente. Ya hemos comprobado que para todo hay tipos. Si tomamos en cuenta que la red de Internet sirve para las más escabrosas depravaciones, por qué no adjudicarle poderes mágicos a la ropa de la señora Martha, y claro, si están relacionados con el sexo, pues qué mejor campaña para vender. Total, no creo que a ella, con su gran corazón, le moleste que se le endilgue una fantasía extra a su mundo color de rosa. O podemos decir que cada hilo de sus trapos, macerados en agua de lluvia, sirven de bebedizo para que los maridos se conviertan en excelentes P&P (perfectos pendejos).
La subasta sería un éxito con mayúsculas y ella, tan buena como el pan, cuando termine el presente sexenio, se largará a aromatizar con epazote los frijoles de Chente y cuando escuchen el noticiero que declara que por fin en este país no hace falta una sola clínica, el señor ex mandatario le dirá: “Y esto gracias a tus calzones”. Perdón, incluirá el gasto de la señora la ropa interior. Es pregunta.Bueno, a resumidas cuentas doña Martha se quiere parecer a Sancho Panza, cuando fue gobernador de su ínsula Barataria y regresó tan pobre, como llegó. ¿Quién le cree a la señora? Y lo que es peor, ¿qué clase de enfermo mental querría tener en una vitrina situada en la sala de casa, un vestido de Martha?