domingo, junio 05, 2005

Bocas perdidas

“ A distinguir me paro las voces de los ecos,
y esucho solamente, entre las voces, una...”
Antonio Machado

Para el desesperado un día es eterno, no sirve el paso de las horas y sus ansias le carcomen toda la posible belleza que pueda encerrar el silencio. Hay que intentar la práctica de escucharse y de vez en cuando, de pedirle un consejo a ese fiel amigo que bombea en el costado izquierdo, todo con el fin de no desesperar y evitar que los intentos de todas las soledades se estanquen al grado de hacer, como diría uno de los personajes de Virginia Woolf: “quisiera que en mis adentros el agua se detenga y se convierta en un charco donde se pudren las hojas de los árboles”.
Si los caminos llevan a Roma entonces el objetivo es arribar a la ciudad eterna, como una metáfora entendida. Pero cuando sobreviene el silencio, esa maldita pausa que mata, que hace dudar, morderse las uñas, tirarse de los cabellos y para decirlo rápido: desquiciarse, el ritmo cardiaco de quien espera aumenta. ¿Hay otro lenguaje distinto al de las palabras? Una mirada lo expresa todo, pero también un suspiro y las muecas hablan por sí mismas; al buen entendedor pocas palabras, sabemos que en boca cerrada no entran moscas y a pesar de todo, lo hacemos. Nos atrevemos a romper el silencio, pero equivale a dinamitar un dique, a no aguardar sus consecuencias. Un desastre que lo inunda todo con sus pregones de amor y odio, que al fin son los dos únicos sentimientos fundadores del genio humano.
Requerir al amor cuando llega tarde o esperar a que el otro hable, a que la palabra adquiera su movimiento para cimbrar. ¿Por qué callas, amada mía? Es una pregunta que se lee en la cuaderna vía de Los milagros de Nuestra Señora, de Gonzalo de Berceo, escrita en el siglo XIII. El amante, que para el contexto de la época se debe comprender como el “enamorado”, la atosiga con las preguntas que sólo hacen los que desesperan. El infeliz galán, creyendo que ella está enfadada o que duda en corresponderle, comienza a describirse tal y como él es, con menos virtudes que defectos, pero asegurando que su amor es fiel. Aquella, sorprendida, le dice que ahora lo conoce y es demasiado tarde, pues hubiera preferido ir descubriendo aquellos vicios con el embrujo de don Amor, que tan capaz es de cegar las voluntades. Ninguna pasión debería ser dañina, pero la negación se convierte sólo en buenas intenciones. Esa es la gran metáfora: dar un mordisco al higo cuando aún está verde y que su leche nos queme los labios. El silencio, breve espacio (que antes de cantarlo el trovador Pablo Milanés lo escribió la Woolf) siempre que tenga una vida finita, es alentador. Callar para siempre es, por supuesto, la muerte.