domingo, mayo 01, 2005

Tras el desfile

—Es ridículo— pensó ella. Luego dijo: —Mira que darle trabajo a dos albañiles con cara de rancheros; lueguito se nota que el hombre ni agarrar la cuchara sabe y nada más es cosa de ver al niño: pobre criatura, toda flaca, hecha una calaverita, transparente.
—Peor se ve mi banqueta— contestó la vieja en tanto regaba un rosal.
—Pues sí, madrina, pero usted sabe que cada año es lo mismo, vienen los del desfile y como nunca tienen tiempo se les ocurre, precisamente aquí, venir a terminar sus mantas, o sus letreros o como se les llame. Sólo falta que le pidan prestada la cochera para organizar una reunión de emergencia.
—Ni modo de correrlos, como si fuera la dueña de la calle. ¡Me conformo con que no vengan a cagarse en mi puerta!
—Pues sí.
—Ay tú, pero si vieras lo chistosos que son algunos de estos profesores, se gritan una de leperadas. Yo cada año me dedico a espiarlos y me muero de la risa.
—Madrina, ¿de dónde sacó esas carcajadas?
—Ay tú, pues de los cuentos que se cuentan.
Pasado el ataque de risa caminó hacia el balcón de su casa, se apoyó en su bastón tras arrastrar todos sus años. Miró por una rendija de la cortina para supervisar el avance del remodelado de la banqueta; atisbó en las manos de su albañil que, toscas, no eran precisamente las de un constructor especializado, pero aún con todo, el trabajo avanzaba. Satisfecha por la atinada contratación desvió su mirada para contemplar el caserío de la parte vieja de la ciudad y estuvo haciendo recuerdos. En blanco y negro proyectó su filme y se vio a sí jugando una ronda en el parque cercano, Eduvina con el cabello formando bucles, pies resguardados por zapatillas de charol y el resto del cuerpo cubierto por la maestría delicada de una costurera: satín, paño y encajes. Desvió su mirada y cuando reparó en la fuente de cantera se observó a los diecinueve años recibiendo el primer beso de amor, tímido, sin humedad, frío o quizá lejano. Detuvo o así lo prefirió, la remembranza hasta cuando tenía que recordar los tiempos de guerra, aromas de pólvora quemada y sangre fresca; mezquindad e imprudencia de los generales.
—Papá, mire usted a la abuelita.
—No volties y échame más arena.
—¿Quién le enseñó a trabajar esto?
—La puta hambre— respondió con más pena que sequedad; con una pena aún reciente por el resto de los hijos dejados en el pueblo y los trajines para llegar hasta la ciudad: autobuses, viajes de gratis y pese a todo, el doloroso hurto de un saco lleno de mazorcas frescas; la primera mendicidad y al fin, después de todo, el trabajo de remozar una banqueta. Silverio habría salido del pueblo una madrugada de abril tirando del brazo al mayor de sus hijos, trayéndolo pese a todos los ruegos del niño, “Ora te haces machito, cacho cabrón” le dijo. Y sin más, padre y vástago se echaron al remolino de la capital, a las miradas, burlas, zancadillas, favores, imploraciones, burocracia o decenas de escuelas, que lo mismo da. Pero fue justo en el mercado donde encontraron a Eduvina, acompañada por su criada, cargadas las dos con paquetes de despensa, y de allí a estibar y de allí a la reparación de una banqueta estropeada.