lunes, junio 27, 2005

Ciudadanos con telescopio

Raúl Zamora era un hombre jubilado de Ferrocarriles Nacionales de México, era mi vecino por los años en que yo vivía en una céntrica calle de Xalapa y mientras el clima era benévolo se le encontraba casi a todas horas recargado a la entrada de su casa. “Don Raúl” se las sabía o nos la sabía todas; pues su ocupación era vigilar por el bienestar de la calle, esa vida pública que sucede en las banquetas y en las cuales él se encargaba de recordar que no era la hora de sacar la basura o que delante de tal o cual portón no podían estacionarse. Claro, tenía ganadas la simpatía o el recelo de los vecinos; pero como era buen conversador, sabía ejercer un periodismo incipiente: contar a los demás lo que ocurre.
Como todo miope creí que aquello era un acontecimiento exclusivo de mi calle. Después y platicando con los compañeros de trabajo me enteré que prácticamente en todos los barrios existía un “don viejito”, “don agruras” o un “tío berrinches”, es decir, las personas que disfrutan de su jubilación mientras señalan los vicios y las virtudes que nuestra esencia ciudadana nos marca. Otro conocido, ya pensionado, todas las mañanas salía a su calle a barrer las banquetas y vociferar a los cuatro vientos: “Estos hijos de la gran pucta, cochinos que no saben tirar la basura en su lugar”. ¿Qué ganas con mentarle la madre a los vecinos? Le preguntaba su esposa y el otro respondía entre dientes: “Agradece que no te la miento a ti”.
Con guasas o sin ellas, las personas de la tercera edad que disfrutan de una pensión —poco decorosas en su mayoría, ya lo sabemos— invierten su tiempo en el posible mejoramiento de su entorno; se han convertido en una especie de conciencia urbana, en ciudadanos con telescopio. Salvo enredarse en las habladurías de cualquier vecindario son ellos quienes defienden los territorios públicos de los privados y acaso es una muestra que debe comenzar a observarse con la seriedad que requiere el caso. Con ello no se quiere demostrar que en ellos debiera descansar una especie de poder (aunque paradójicamente muchos de ellos fungen como “jefes de manzana”), pero sí atinar en que las voces de una minoría pueden representar a una mayoría, pues servicios como la limpia y el alumbrado públicos, sumándolos, representan una queja que se transforma en las variables comunes de todas las ciudades. Una cosa es lidiar con los vecinos chismosos y otra tenérselas que ver con aquellos que tienen como deporte señalar los errores que comienzan por fracturar el beneficio común. En La Habana, por ejemplo, siguen funcionando los “jefes de cuadra”, pero cuidado y tropezar en los reportes semanales que entregan al partido, pues se supone que ellos cuidan por la integridad de la patria. Esa ya es una exageración. Lo nuestro es dotar al ciudadano comprometido de facultades de corrección mediata, más no de denuncia. Es decir, muy pocos aceptarían coger una macana y una botella de gas lacrimógeno, pero no rechazarían su papel de vigías. ¿Por qué no? Total, sabemos que como no habrá sueldo de por medio, aquello estaría lejos de convertirse en un coto de mínimo poder. ¿Esto es un disparate? Mayor disparate me parece adaptar salas de cine para convertirlas, en las mañanas, como aulas.