domingo, junio 12, 2005

De maravilla y sobre ruedas

Es recurrente saber que en los sectores productivos del país la queja es una, los bajos salarios que se perciben. Pero la paradoja viene cuando nuestro carácter nacional indica, aunque sea de manera grotesca, lo contrario. Y es una manía con la que cargamos unos noventa millones de mexicanos eso de guardar los mejores platillos, las mejores garras y las gotas de perfume original (pues con toda seguridad ya circulan en nuestras banquetas fragancias chinas) para cuando redoblen las campanas. Aunque es obvio que no asistiremos a la talacha de todos los días con el traje de lana y la veintiúnica corbata de seda, o las compañeras irán sorteando el mal humor de los conductores con zapatillas de tacón de aguja y vestidos largos.
Una cosa es tener ropa de fiesta y otra emplearla fuera de todo contexto. Y lo digo porque mientras revisaba un archivero donde hasta el sábado ocupó un grueso legajo de mis tiempos burocráticos, me encontré con las fotografías que hice durante la visita de un alto funcionario a los cuchitriles aquellos. El asunto era “cubrir” la noticia que el alarde del jefe en turno había creado porque el licenciado mengano se dignaba a visitar su pequeño feudo. Y en efecto, si mal no recuerdo aquello se publicó en un boletín informativo, de tipo religioso, porque se editaba cada que Dios quería. Pero como nadie me exigía un control adecuado, podía guardar el material o echarlo a la basura.
Guardé las fotos porque supuse que servirían, años más tarde, para inspirar una noveleta cuya ironía sobrepasara cualquier expectativa de escritor novato. Y sucedió así... La visita del funcionario se avisó con unos cinco días de antelación y los mandos medios, algo así como los carceleros, nos hicieron entender que para la gran fecha debíamos asistir con lo mejor de nuestras garras. Los disidentes no lo creíamos, pero cuando el calendario llegó a ese punto, era doblarse de risa ver que a partir de las nueve de la mañana la mayoría de los compañeros arribaron ataviados como si fueran a ser padrinos de bautizo ranchero. Vaya, sólo faltaban en los pasillos las cazuelas de mole y arroz.
Y por si esto ya comienza a orillar a risas, el colmo fue que a la entrada de las oficinas se dispuso un camión de redilas con una gran manta en que la que se leía: “Libros didácticos para los estados de Chiapas y Oaxaca”. Muchos compañeros se prestaron para ordenarse en la fila de la ignominia, cuya labor consistía en imitar a las hormigas. Desde una bodega, hasta la calle, ellos esperaban la voz o el silbido (eso ya no lo recuerdo) que les indicaba cuándo tendrían que comenzar a estibar las cajas con los libros. Y allí estaban, perfumados y peinados como querubines churriguerescos. Y como la ventaja de ser reportero es ver qué hacen los demás —para que uno dé cuenta de la historia inmediata— tuve la oportunidad de observar que cuando llegó el don perengano, se les dio la orden. Y ellos a pujar con las cajas mal atadas. Aquello parecía una visita papal o de cuando la monarquía europea echa sus ojos sobre Mérida o Oaxaca. Es decir, cuando el gobierno federal siente amor por sus indios y los mandan despiojar y estrenar huaraches nuevos. Luego ya saben ustedes, el besamanos y las fotografías, para que constara que el poder sexenal les había dado la mano. Los veintitrés minutos que fueron como siglos, terminaron como toda fiesta que deviene en borrachera espléndida; a las tres de la tarde las mujeres ya no aguantaban las zapatillas y los hombres optaron porque el huateque tuviera razón de ser y no faltó quien invitara las cervezas en la taquería de la esquina. Y claro, los dos que realmente estibaban las cajas de libros, echando pestes, porque aquel embarque no iba Oaxaca y Chiapas, sino que era para reserva de bodegas. Cosas que pasan.