miércoles, junio 29, 2005

La tentación de Ulloa

“Nadie ve al prójimo como es, mucho menos a aquél
con el que hemos tenido conflicto, sólo seguimos pistas, supuestos”
Sealtiel Alatriste

Hace tres calles que la sigo. Hubiera preferido no malgastar mi tiempo y largarme de una vez por todas a cumplir con las obligaciones que tengo encomendadas hará unos quince días; pero algo me detuvo, no la buscaba y entre esa marea de pobres diablos que abarrotan la calle Moneda emergió su figura redonda, descomunal. Caminaba al lado de un hombre que la llevaba cogida de la mano y rengueaba un poco. ¿Un accidente? A los años de no saber absolutamente nada de una persona, bien pudieron suceder cosas inexplicables para quien fue el ausente.
En verdad nunca tuve la intención de hablarle. Pero algo que aún no entiendo me obligó a seguirla. Para mí era relativamente fácil esconderme o pasar inadvertido; los puestos de baratijas, las mujeres tirando de sus maleducados hijos y el griterío de los vendedores me ocultaban sin que tuviera que derrochar ingenio para no ser visto. Ella se abría camino con dificultad y no advirtieron mi paso sosegado. La tenía a unos cuatro metros y advertí la mácula del tiempo sobre su cuerpo. Vestía una blusa de hilo y sus carnes trataban de librarse de la presión que ejercía el sostén, le colgaban pellejos y de su cabello teñido en rojo se advertía el nacimiento de raíces, más blancas que negras. Su acompañante no era ni más anodino ni menos adecuado, ropa común y una gorra que probablemente, por los colores, reproducía el escudo de un equipo de béisbol.
Me fijé en sus corvas tratando de encontrar un indicio a la renguera de la pierna derecha. Nada pésimo a la vista; digo: un hueso roto o los músculos agarrotados, sino tejido adiposo en todos los sitios, várices apenas encubiertas por un vello áspero que revelaba días sin afeite y bajo la pesada corpulencia que soportaba el tobillo la respuesta al caminar deforme... el tacón de unas chancletas a punto de ceder. Ella no lo percataba, ni el hombre a su lado. ¿Qué tan piadoso hubiera sido avisarle que estaba a punto de quebrarse un hueso si los escasos centímetros de madera o plástico se doblaban de un momento a otro?
Quise imaginar que caía y ella dando un alarido se asía del hombre. Tan rápido era su descenso que cuando menos lo pensaba estaba rodeada por un corrillo de metiches que le preguntaban si era necesario llamar una ambulancia... No, no puedo idear la desgracia ajena, me repetí, desistiendo de la persecución matutina. Ya era demasiado con verla diecisiete años después, vieja, quizás enferma y como lo he dicho, carecía de interés que intentase cruzar una sola palabra. Doblé en la siguiente esquina y crucé algunas calles hasta llegar a Regina. Leer un poco en lo que solicitaban mis servicios calmaría la extraña excitación que sentía. Media hora después vi a través de la malla a unas manos regordetas y su voz, cascada, tenía un timbre similar al de entonces, cuando en la casa de mis padres yo la arrinconaba en la bodega y alzaba su falda para tocar esa carne que durante las noches me quitaba el sueño... Nos descubrieron y ella salió para casi siempre y yo la volví a encontrar una noche en la calle Tintero, formada como tantas otras. Quizá de ella me gustó que fue la primera y aprendí a desentrañar el azar disfrazado de urgencia. No la había vuelto a buscar, hasta esta mañana del encuentro y ahora, sin saber quién soy, me dice: <>.