jueves, julio 07, 2005

Deducciones de profesor

Hace unos días cerré un curso monográfico que el consejo directivo del Instituto Literario de Veracruz (ILV) tuvo a bien convidarme a impartir. Ya sabemos los que nos dedicamos a esto que siete sesiones (una por semana) no serán las suficientes para inmiscuir a los alumnos de una cuestión tan grave como es la Literatura y periodismo —así bautizaron al cursillo— y por ello entregué un programa escasamente agresivo que intentó ponerlos al tanto de los sistemas básicos de comunicación (ligeras consideraciones teóricas), los géneros informativos (nota, entrevista y reportaje) y los híbridos (editorial, columna y artículo). Después “charlamos” —pues jamás pudimos estudiar nada a profundidad— sobre los nuevos roles del periodismo para aterrizar en la literatura, el gran mentidero racional. Catorce horas en total no dan para mucho.
No es la primera ocasión en que a mis cursos asisten pocos alumnos. Siempre que he dado clase imparto monográficos y bajo la condición que no se incluyan como “obligatorios” en la currícula habitual. Desde los años como universitario jamás me he liado con más de quince personas cuando estoy frente a un pizarrón. Entre menos, más nos toca. Y por ejemplo, me encantan los cursos en la Universidad Pedagógica Nacional de Veracruz porque cuando escuchan uno sobre “escritura” se inscriben cuarenta y tras la primera sesión sólo regresan cinco y acaso lo terminan tres. Y con esos cinco se notan los avances de las personas interesadas en la literatura —por supuesto— y sus artilugios. Algo de historia literaria, claro. Pero las verdaderas escuelas para escritores y periodistas son el ordenador, la crítica, la biblioteca y la sala de redacción.
Pero como el ILV, desde su fundación, no se presumió como escuelita de escritores el director, Rafael Antunez, me previno: “Los alumnos a quienes atenderás te van a cuestionar más sobre el oficio periodístico y te pedirán lecturas antes que teorías. Y si no te preguntan ni tu nombre, es que les vales una madre” dijo entre risas. Cierto. Mi alegría y sorpresa aumentaba cada sábado y como se trataba de un grupo variopinto, las discusiones no admitían espera. Que si los periodistas —aunque prefiero el término no menos loable de “reportero”— ganamos el mínimo profesional ¿cómo es que algunos se transportan en autos de lujo y del año? Qué predicamento para explicarles que ellos nacieron ricos o trabajan para cincuenta medios. Y cuestiones que ustedes comprenderán y me disculparán no ahondar por las líneas que me quedan.
Y con el perdón de mis profesores y compañeros del gremio, no me bajé de recalcarles la definición que en una conferencia le escuché a Juan Luis Cebrián: “Periodista es aquel que le cuenta a la mayoría lo más interesante que ocurre en su entorno”. Es verdad.
Pero lo más cierto es que en aquellas sesiones me encontré con personas —nueve alumnos que se han instalado en la parte académica de mi corazón, como sucede siempre con los grupos a mi cargo— interesadas en desmenuzar desde un periódico hasta los libros doctorales (no las novelas) de Vargas Llosa; pese a que les sugerí, por aquello de los entresijos nacionales La guerra de Galio, de Héctor Aguilar Camín. Aunque por obligación (aún aguardo sus reportes) tuvieron que leer Sostiene Pereira.
Mas el colofón dorado me lo dio una jovencita. Ella no estaba en mi curso pero como se festejaba algo importante, en la reunión se me acercó. “Regáleme un cigarro. ¿Y usted qué clase da?” Ah, un curso de literatura y periodismo le dije y que tenía una cara linda porque se notaba que no era mi alumna. “Ah” dijo en tono de sorna pero tras encender su cigarrillo. “¿Sabe una cosa?” Dime, le dije. “Me interesa mucho la literatura, pero siempre he creído que los periodistas son escritores frustrados” y salió corriendo. Las risas, yo estaba en el corrillo de los profesores, no se dejaron esperar. Viré y con mi cara de espanto les espeté: “Sólo díganme quién de ustedes se ha comprado una casa por la regalía de sus libros”. “Nomás el Gabo y Fuentes, maextro” me palmeó un chistoso. “Maestro Jesús y lo crucificaron, bola de cabrones, ¿quién la mandó?” les dije. Más risas. Y como a todos los escritores, nos sorprendió el anochecer, cada noche de sábado, con ligeros arroyos de la breve inconciencia que provoca el güisqui, y de preferencia Juanito el caminante.