domingo, julio 10, 2005

Harry Potter, que nos presten uno

Que gracias a la zaga de las novelas infantiles escritas por la inglesa Rowling —los ya muy pronto seis tomos de Harry Potter—, los niños de Inglaterra, según declaran las encuestas, han aumentado hasta en un 50% su gusto por la lectura. Por supuesto que no es una idea alocada, pues la historia del niño mago ha cautivado corazones y despertado las manías que sólo los grandes mitos consiguen infundir en el público. Y si se lee, qué bueno. La diferencia es que en México, estamos muy lejos de alcanzar aquellos bombos y platillos, ni aunque editaran en forma de novela La guerra de las galaxias y otros éxitos que, a nosotros, han llegado antes en el soporte del discurso fílmico que del soportado en el papel.
Es decir, independientemente si los materiales son buenos o no, en que si cumplen los requisitos de “buena” literatura o libritos hechos para su consumo (qué tontería escuchar eso; yo creo que la finalidad de cualquier producto, por muy cultural que sea, es precisamente la de su pronóstico de consumo), el nuestro no es un país de lectores ávidos.
En cualquier ciudad mediana, créame, los asiduos a las librerías nos conocemos, de menos, las caras. Y es que en ciudades como la capital de los veracruzanos tenemos sólo unas 29 librerías. De éstas, la mitad pertenece al rubro del material religioso (católico y de otros ritos derivados del cristianismo), ya saben, desde la Biblia en sus múltiples versiones hasta librillos de oración o manuales de conducta y buenas maneras. Así, calcule sólo a unas catorce librerías que exhiben desde literatura en general hasta libros de horóscopos y recetas de cocina… catorce locales para unos seiscientos mil habitantes… Creo que andamos por las setecientas cantinas.
A pesar de las cifras antes referidas el asunto no se queda allí. Los libreros británicos calculan que el día de lanzamiento de la sexta aventura: Harry Potter y el príncipe mestizo, las cajas registradoras puntearán unos dos millones de libros sólo en el mercado de habla anglosajona. Dos millones de ejemplares no los venden ni los periodistas dedicados a escribir la biografía de los artistos y las azarosas vidas de los que hacen la política a gran escala. Es que por donde le busquemos nosotros no somos un pueblo de lectores o acaso el único posible conocimiento que se genera es el de hacer telenovelas y miniseries con escaso o un muy exagerado contenido social. Esa es una parte de nuestra arma de denuncia, la telenovela. Qué terrible.
Muchas veces me he preguntado si los empresarios de Televisa o de Azteca no ganarían algunos millones extras si mandasen a escribir de manera narrativa los bodrios que televisan. Cierto, se han reeditado las “novelas” —historietas— que escribió Yolanda Vargas Dulché, la “mamá” de Memín, pero aquellos materiales estaban hechos para eso, para leerse y verse. Lo importante sería antes que pretender que todos hablemos de Homero o de Lope de Vega, es acercarnos a la costumbre de leer. Créanme, las señoras de antes, que todas las tardes veían telenovelas, de vez en cuando se echaban una novelita y no de la española Corín Tellado. Pero los jóvenes de ahora no saben (porque ya casi nadie les enseña) a leer sobre papel. Su razonamiento es tan facto, que se conforman con descifrar los signos que ven en la pantalla y responden con un mensaje rápido, autómata, de la misma forma en que lo reciben. ¿Qué hay de malo escribir pensando en el lector? A nadie pueden acusar porque sus libros se leen, ¿y si lo leen, será por que a ellos sí les entienden? Ya veremos.