Silvia conocía el motivo de su viaje al pueblo, pero desde que el autobús fue dejando atrás la imagen de la miseria impregnada en el Valle de Chalco prefirió no pensar o evitarse cualquier recuerdo. Para qué, si de todas formas, en unas cuantas horas, tendría que enfrentar el presente, la verdad o lo que estaba sucediendo. Todo estaba de más. Con seguridad, al anochecer , su padre y sus hermanos estarían esperándola allá por la esquina de la farmacia y las caras de siempre y al andar, calle arriba, el aroma a las fritangas, unos perros que ladran, la pestilencia por la cañería abierta y hasta el final la casa familiar.
Pero Silvia nunca se había desentendido los padres o los hermanos, siempre pendiente y llamando por teléfono cada quince de mes y Dios mediante los días primeros allí estaba el giro. Si no podía resolverles la vida, pues que tampoco pasaran tantas angustias y que el más chico hace la primera comunión pues allí va para los zapatos de charol, que a las horas de haberse estrenado ya lucían raspaduras en las puntas. Los envíos de tela para la madre, cuando aún vivía, para que no dejara la costura y que la máquina ganada en un sorteo de la parroquia no fuera de balde. Todo por saber que estaban con las pequeñas holguras que ella les permitía. Aunque fuera tonta y no pudiera pensar, que nunca se le hubiera dado la cabeza para los números o las letras, pero a cambio de una belleza tenía una especie de bendición: era buena para algo, aunque ese algo fuera nada más que trabajar y trabajar.
¿Cuándo iba a ser tan bonita como las muchachas que entraban a la tienda donde ella laboraba como afanadora? Nunca. Las veía comprarse telas muy finas, ajustarse los metros de gamuza, tafetán y lana y reírse por suponer la cara que iban a poner los novios cuando las vieran estrenando sus vestidos. ¿Cuándo se fijarían en ella, quien fuera? Larga, con la espalda doblada por cargar tantas cubetas con agua o porque como le decía su abuela: tu naciste con los huesos como de sardina, así de finitos y por eso se te doblaron al primer jalón. O si por lo menos fuera tan lista como las cajeras y pudiera expresarse sin tartamudear o quitarse la manía de que cuando hablaba con algún cliente empezara a sobarse las manos sobre la falda, pero es que era de puros nervios que le daba la sola idea de equivocarse y que la fueran a correr.
Sin trabajo y en esa ciudad tan grande pues no le quedaría otra que regresar al pueblo. No, no podía escuchar las mortificaciones de su madre. Se quedaba con el último consejo: Los hombres son malos y nomás quieren la cosa que tienes en la entrepierna; ya dada ni te conozco. Pero esa noche que llegó para siempre, para quedarse, no quería pensar en el entierro de Etelvina, la costurera. Su mente estaba llena, atiborrada de los susurros que le escuchara a Fermín, el velador del almacén: Lástima que se va de costurera a su pueblo, porque está bonita y ya me estaba animando. Total, la madre ya no iba a mirar si ellos la dejaban o regresaban a cada rato por aquello de la entrepierna.Al descender del autobús Silvia presentía que era para la eternidad, que en adelante sólo hilvanaría patrones de tela. Pero antes de llorar por quien ya no existía fue calle arriba, sonriendo, porque ella, para Fermín: era bonita; virgen, pero bonita; mártir, pero hermosa; consagrada al trabajo, pero tal vez, ¿por qué no? Claro: virgen, inteligente y bonita.