Me comentan que un sabio contemporáneo dijo que no importaba llenar una casa de libros, si la intención era leerlos algún día (aunque supiéramos que humanamente es una tarea imposible), con eso ya estaba dicho todo. Si la intención es lo que cuenta, bueno, todos la tenemos de ser mejores, o más responsables o ahorrativos o menos viciosos. Pero de intenciones no se puede mover este planeta. Y la misma persona me que comentaba lo del hombre sabio me decía su indignación cuando observa que un adolescente compra un libraco.
Quiero decir que entenderíamos por “libraco” a un material que, bajo entendimientos de la academia, no dejará mucho de provecho al lector. Pero ya ponernos en ese plan es como que muy exagerado; es rasgarse las vestiduras cuando lo importante sería que los niños, adolescentes y jóvenes de este país leyeran, siquiera, unos dos libros al año. Yo le comenté a la persona entendida en libros que en verdad no me interesa si los muchachos abren un libro de superación personal o de horóscopos. Me veía con horror, pero le aclaré que en efecto, quizá era una expresión exagerada, pero al referirnos a novelas como las escritas por Carlos Cuauhtémoc Sánchez o de Paulo Coelho, le comentaba que el peor de los casos era que ni eso leyeran.
No conozco a ningún académico purista que no esté al tanto de los rumores de la farándula o de la política, que no vaya a los estrenos que Hollywood nos hace llegar a las salas cinematográficas y que no vea el fútbol. Es decir, ni todos los españoles recitan a don Quijote, ni todos los alemanes se saben la vida y milagros de Goethe. Así que vayamos haciendo más coloridos los lutos. Total, el gusto por los libros debe transmitirse, “comunicarse”. Antes de condenar a los jóvenes pregúnteles a los profesores como por los cuántos libros andan al año, o si prefieren hablarle a sus alumnos sobre la novela de Saramago, o las crónicas de intelectuales que admiran el fútbol o de su vida personal, y de sus problemas con el sindicato. Yo creo que debemos quitarnos muchas trabas y comenzar a reconocer dónde, en verdad, se origina el problema. Que los libros son caros, pues sí, como lo es una tarjeta de abono para el teléfono móvil, como para estar pagando la cuenta de cibercafé todas las tardes; como para cooperarse al comprar las caguamas o comprar en los tianguis los DVD piratas. De todas formas, ante la desmesurada oferta, jamás tendremos tiempo de abarcarlo todo.