domingo, julio 24, 2005

Traición más luciferina

El Titán, así le apodaban a uno de los tantos léperos que bebía un generoso trago de caldo de oso cuando uno de los pocos asistentes en aquella pulquería de los rumbos del pueblo de Popotla comenzó a deletrear un ejemplar de la Gazeta de México. No sabía leer muy bien y los curados de tuna ya comenzaban a surtir efecto y esa endiablada Beremunda, una vendedora de comida que estaba afuera de la pulquería, no se apuraba con las tortillas, el chile güero y las rajas de queso de cabra. Pero alrededor de aquel hombre que más parecía tartamudear que leer, se apretujaba un buen número de haraganes, limosneros y gente buena para nada que aprovechaba la pobreza de Popotla para dormir allí, y ya entonados con pulque, se largaban andando hasta la ciudad de México.
El Titán quería enterarse antes que nadie, se abrió paso entre el pequeño corrillo y mientras Silvio “leía”, él se empinaba la jícara sin preocuparse demasiado en manchar, aún más, su ajada camisa. El asunto ya estaba muy claro, como ese demonio, el maldito corzo de Napoleón Bonaparte había corrido al rey y en su lugar gobernaba el borracho de Pepe Botella —José Bonaparte— el virrey de Nueva España disponía que los días 16, 17 y 18 (de agosto), la gente de bien y todo el pueblo se congregara en la catedral. Justo en el altar mayor se expondrá el “Divinísimo”, desde las siete de la mañana hasta las cinco de la tarde; se pedirá a Dios por la restitución de don Fernando al trono de España. Titán imaginó la de ricos y comerciantes que allí se congregarían, la gran cantidad de limosna que podría obtener si en unos cuantos días lograba que la herida del brazo fuese más pestilente.
Pero a Titán —personaje no tan imaginario, hay un “Titán” borracho que Riva Palacio menciona en alguna crónica de la época— las cosas no le iban como el planeaba. Aunque pusiera un poco de mierda de marrano en la herida de su brazo (no hay dolor que el pulque no calme) y con ello aseguraría la presencia de alguna mosca, de esas que vuelan desde Texcoco, sí, las verdes y panzonas, por aquellos días que él soñó como un verdadero carnaval sólo cosecharía “puras habas”. Él y los otros limosneros y léperos ignoraban que el pueblo iba a dar generosos donativos, pero con el fin de enviarlos a España. ¿Un rescate? Nada de eso. Veamos.
Corría el año 1808 en la muy noble y leal ciudad de México, capital de la Nueva España, cuando en el mes de agosto se hizo publicar un bando en el que se disponía la función que hemos comentado. A partir de las famosas abdicaciones de Bayona (dimisión de Fernando VII) la noticia sembró temor y desconcierto en las posesiones españolas de ultramar —colonias americanas— y al principio sólo fueron rezos y peticiones a la virgen (en este caso a la guadalupana). Pero cuando inició la lucha por la independencia, en España, seamos claros, los hermanos americanos no dudaron en apoyar con oro y plata a la causa.
Pese a que América ya había sostenido, económicamente, cuatro guerras anteriores (que España sostuvo con Francia e Inglaterra), ésta se trataba de una causa “justa”, para el Consejo de Sevilla y para las autoridades virreinales. El mismo virrey, ya para el mes de octubre, pedía a los súbditos de Nueva España: “…abrid vuestros tesoros y remitidlos sin pérdida de tiempo. Igualaos en lo posible con vuestros hermanos de la España. Allá dan su sangre y aquí podéis dar vuestras riquezas”. Y lo cierto fue que la ayuda llegó y se envió.
No sólo lograron recaudarse buenos pesos, sino que fue un movimiento que aglutinó, a la próxima nación mexicana, por ayudar a sus hermanos españoles. Desde los sectores más pudientes hasta las “repúblicas de indios”, todos se pusieron con algo. Las encopetadas (ya las había) organizaron novenarios, entre los que destacaron los celebrados en las ciudades de México, Puebla, Querétaro, Durango y Veracruz. Y el dinero no fue todo. En junio de 1811 (a casi un año del “grito” en el curato de Dolores) el Consulado de la ciudad de México comunicaba a España que tenía en su poder 382 cajas con un total de 68 892 pares de zapatos. Los soldados españoles, los que daban su sangre, también vestían y calzaban. Bueno, el asunto fue decayendo gracias a las travesuras que hizo el “ejército” del cura Hidalgo en la ciudad de Guanajuato. En adelante el pretexto para negarse a cooperar, era que la insurgencia aparecida en Nueva España los tenía muy “gastados”. Así las cosas.