jueves, julio 28, 2005

Los titubeos

Pero nada menos que el señor doctor, don Claudio— dijo el viejo con una voz chispeante. —Idalia, puedes regresar a tus labores— ordenó a la asistenta.
—Maestro— respondió Claudio con una reverencia.
—Las visitas académicas se atienden en el estudio, pase usted— Claudio siguió a Rivera. Al entrar quedó anonadado no tanto por la fortificada estantería, sino porque al lado del sobrio escritorio de madera labrada se erguía una mesa sobre la que descansaba un moderno equipo de cómputo. A este no se le escapa una, pensó el joven con cierto resquemor.
Alejo Rivera sirvió coñac en dos copas. Brindó por el reencuentro y se dedicó a chupar la punta de un cigarro.
—Ahora sí ya tengo el tema de mi novela— dijo animado.
—¿De verdad? Pues qué bien. Excelso, doctor Claudio— dijo Rivera con sorna. —Permítame recordarle un cierto reglamento para escritores jóvenes. —Se incorporó del sillón y caminó por la estancia. —Número uno, despeje su mente y libérela de vicios y fornicios, necesitará la mayor cantidad de neuronas en su sitio. No fume, no beba, no abuse ni siquiera del café.
—Pero maestro, usted fuma y “considerablemente”— se defendió conteniendo una sonrisa.
—Ah, pero yo soy un pobre lector en decadencia. Número dos: déjese de costumbres onerosas. Mírese, ¿a cuántos libros equivale la camisa de seda que trae puesta? Tres o cuatro menos que no estarán en su estantería. Y no me discuta con el alegato de las bibliotecas, que las novedades llegan a este país con un ligero retraso de, ¿veinte años le gustan?
—Sinceramente, creo que es muy rígido, maestro.
—Dígame, ¿quiere ser escritor de renombre o vendedor de pasquines que al año ni la crítica más imbécil los mencionará?
—Esta charla está girando demasiado, profesor Rivera. Quiero tener comodidades, como las suyas. ¿Está vedado?
—Ya le dije que soy un lector “aficionado”. Pero me encantaría saber qué libro de literatura dejó pendiente en su mesa de trabajo.
—Pues no sé. Estoy con un premio Pulitzer, me parece— dijo para no revelar el nombre del autor estadounidense que guardó para sí. Rivera comenzó a reír.
—Qué pésima está la enseñanza. Es una lástima que Salamanca haya ido en detrimento. Ah, perdón, olvidaba que usted cursó el doctorado vía Internet. Disculpe, son tonterías de este viejo. Pero le diré otra cosa y no me interrumpa. Toda actividad artística precia de su ejercicio diario. No debe sorprenderle que un atleta de alto rendimiento practique demasiadas horas, con los mejores aparatos, en las mejores pistas, etcétera. Por ejemplo, usted se deleita con Mozart en este momento. Lo ejecuta Carmen Piazzini, a quien tuve oportunidad de escucharla en Milán, hará diecisiete años.
—Maestro...
—Despreocúpese, no le daré una crónica de mi viaje. Seré más concreto. Los grandes se ejercitan a diario, sólo con los mejores. ¿Puede imaginarse a Karajan estudiando, quebrándose los sesos por Michael Jackson? Deje de ser niño, Claudio.
—Si era para humillarme hubiera sido preferible que se negara a verme. Claro, se está desquitando de la noche del bar. Pero le diré algo: sólo quiero ser un buen escritor y pensé que usted sería un “maestro” y no el verdugo de siempre.
—¿Quiere mininos a su alrededor? No se desespere, su cacle napoleónico ya lo tiene con los jovencitos que tiene cautivos en el aula. Vaya y que le aplaudan. Pero si quiere escribir, de verdad, déjese de tonterías y poses. Lea, Claudio, viva las letras, no se conforme en irlas consignando. ¿Ha usted consultado alguna vez la Biblia?
—La verdad os hará libres— musitó Claudio. —Qué patético y poco original. Busque el libro de Oseas: “Tú pecas noche y día, y contigo también peca el profeta, y así induces al mal a tu pueblo. Como tú no te preocupas de enseñar, mi pueblo languidece sin instrucción; y por eso yo te echaré de mi servicio. Y como tú ya no te acuerdas de mi ley, también yo me olvidaré de tus hijos”.