Dieciséis de veintidós.
Un campesino, pobre y muy rústico, es abordado por uno de sus vecinos, un hidalgo, claro está (“hijo de algo”, es decir, gente a la que podía considerársele con un trato de alcurnia; recordemos que en la España de Cervantes importa tanto el dinero como los títulos). No se trata de cualquier persona sino de Alonso Quijano, pero ataviado de las formas más cómicas y ridículas que pudieran verse entonces. No se trata de un saludo cordial y cotidiano, sino de una verdadera sesión de convencimiento.
Estamos en el capítulo siete de la primera parte de don Quijote. El loco trata de persuadir al cuerdo, ¿de qué se trata? Pues en su aventura de armarse caballero el ventero le recuerda a don Quijote que si bien aquellos respetables hombres no llevaban dinero, quienes se ocupaban de esos menesteres eran los escuderos. Claro, es en el capítulo 4 cuando decide: “acomodarse de todo, y de un escudero, haciendo cuenta de recebir a un labrador vecino suyo, que era pobre y con hijos, pero muy a propósito para el oficio escuderil de la caballería”.
Aquel vecino no sabía leer y mucho menos escribir. En el capítulo 7, cuando aparece ya el “escudero” —y quizá la parte más coyuntural de la obra, porque es aquí donde comenzarán a suceder las andanzas de caballero y su acompañante—, y allí nos enteramos de: “En este tiempo solicitó don Quijote a un labrador vecino suyo, hombre de bien —si es que este título se puede dar al que es pobre—, pero de muy poca sal en la mollera. En resolución, tanto le dijo, tanto le persuadió y prometió, que el pobre villano se determinó de salirse con él y servirle de escudero”.
Don Quijote y su acompañante se largan aprovechando las sombras de la noche. Uno está loco y ve el mundo desde su muy particular punto de vista. El otro sale de su casa y no se despide de su mujer y menos aún, de sus hijos. Uno monta un jamelgo y el otro, como un rey de carnaval, va sobre un burro, contento, feliz porque anda siguiendo al buen caballero que le ha prometido, como pago a sus servicios, el gobierno de una ínsula. Se llama Sancho Panza. ¡Qué disparate! En su momento no sabremos cuál de los dos está más loco, pero: “Iba Sancho Panza sobre su jumento como un patriarca, con sus alforjas y su bota, y con mucho deseo de verse ya gobernador de la ínsula que su amo le había prometido”.
A partir de entonces a los dos personajes les sucederán las aventuras más ricas, más variadas y más disparatadas. Del capítulo siete de la primera parte hasta el final, tendremos una lección de una amistad profunda. Para el capítulo ocho sabremos en qué se funda ese vínculo: “A la mano de Dios —dijo Sancho—; yo lo creo todo así como vuestra merced lo dice.” Fidelidad a la palabra y un amor que no reconocerá fronteras.
Un campesino, pobre y muy rústico, es abordado por uno de sus vecinos, un hidalgo, claro está (“hijo de algo”, es decir, gente a la que podía considerársele con un trato de alcurnia; recordemos que en la España de Cervantes importa tanto el dinero como los títulos). No se trata de cualquier persona sino de Alonso Quijano, pero ataviado de las formas más cómicas y ridículas que pudieran verse entonces. No se trata de un saludo cordial y cotidiano, sino de una verdadera sesión de convencimiento.
Estamos en el capítulo siete de la primera parte de don Quijote. El loco trata de persuadir al cuerdo, ¿de qué se trata? Pues en su aventura de armarse caballero el ventero le recuerda a don Quijote que si bien aquellos respetables hombres no llevaban dinero, quienes se ocupaban de esos menesteres eran los escuderos. Claro, es en el capítulo 4 cuando decide: “acomodarse de todo, y de un escudero, haciendo cuenta de recebir a un labrador vecino suyo, que era pobre y con hijos, pero muy a propósito para el oficio escuderil de la caballería”.
Aquel vecino no sabía leer y mucho menos escribir. En el capítulo 7, cuando aparece ya el “escudero” —y quizá la parte más coyuntural de la obra, porque es aquí donde comenzarán a suceder las andanzas de caballero y su acompañante—, y allí nos enteramos de: “En este tiempo solicitó don Quijote a un labrador vecino suyo, hombre de bien —si es que este título se puede dar al que es pobre—, pero de muy poca sal en la mollera. En resolución, tanto le dijo, tanto le persuadió y prometió, que el pobre villano se determinó de salirse con él y servirle de escudero”.
Don Quijote y su acompañante se largan aprovechando las sombras de la noche. Uno está loco y ve el mundo desde su muy particular punto de vista. El otro sale de su casa y no se despide de su mujer y menos aún, de sus hijos. Uno monta un jamelgo y el otro, como un rey de carnaval, va sobre un burro, contento, feliz porque anda siguiendo al buen caballero que le ha prometido, como pago a sus servicios, el gobierno de una ínsula. Se llama Sancho Panza. ¡Qué disparate! En su momento no sabremos cuál de los dos está más loco, pero: “Iba Sancho Panza sobre su jumento como un patriarca, con sus alforjas y su bota, y con mucho deseo de verse ya gobernador de la ínsula que su amo le había prometido”.
A partir de entonces a los dos personajes les sucederán las aventuras más ricas, más variadas y más disparatadas. Del capítulo siete de la primera parte hasta el final, tendremos una lección de una amistad profunda. Para el capítulo ocho sabremos en qué se funda ese vínculo: “A la mano de Dios —dijo Sancho—; yo lo creo todo así como vuestra merced lo dice.” Fidelidad a la palabra y un amor que no reconocerá fronteras.
Las charlas entre amo y escudero son una de las muestras fehacientes de sabiduría popular, de juicios de valor, de los temas que nos muestran, como los cartones de los juegos de lotería, la concepción del mundo, desde al amor hasta el odio, desde la creencia hasta la duda. En adelante, en la literatura, en el cine, en el teatro, nos cuesta trabajo entender cómo un héroe no tiene amigos.