Cuarta de veintidós.
El siglo de Oro no puede ser visto como un milagro, es decir, como una cosecha donde en lugar de trigo eran cegados hilos de seda. Por aquel tiempo España vive los años de esplendor político y económico, pero también de guerras, de burocracia y una profunda corrupción… al finalizar aquellos dorados cien años, la península estaría envuelta en una crisis total. El descubrimiento de América y su posterior explotación dotaron a la metrópoli del imperio de un halo que atrajo la mirada hacia esa fracción que pocos siglos antes era considerada como una parte de África. “Europa termina en los Pirineos”, se decía.
Pues bien, el imperio de Carlos V era tal que a España llegaron las corrientes artísticas más importantes de la época. Tanto el Nuevo Mundo como la influencia italiana fueron nutrientes esenciales para las letras españolas. Gran siglo aquel de genios que produjeron bajo el lema de conquistar un poder económico y quizás político; pensaban en la inmortalidad, por supuesto, pero una más dotada de ambiciones que de sueños. Con el pasar de las centurias las vidas y obras de aquellos protagonistas se han ido llenado con una especie de nuve fantasmagórica, pero atinemos que no se trata de seres mitológicos sino de humanos.
Casi todos los escritores relacionados con el siglo de Oro, dato curioso, estuvieron presos o fueron perseguidos por líos judiciales o de faldas. Los dos grandes místicos del tiempo, los frailes Luis de León y Juan de Yepes —este segundo mejor conocido como San Juan de la Cruz: “Vivo sin vivir en mí/ y muero porque no muero”—, compusieron sus obras más logradas en la cárcel y todo porque tradujeron a la lengua castellana los versos del Cantar de los cantares. Claro, la poesía mística no sólo era una forma de alabar a Dios, sino que también encierra varios enigmas cifrados que pretendían alguas reformas en las órdenes religiosas. Hablamos de una España en la que calculan la existencia de unos dos mil conventos. Una España enloquecida y llena de procesos inquisitoriales, donde se aparecían santos y las monjas tenían las llagas y heridas de Jesucristo; una tierra donde las reliquias eran veneradas. El mismo San Juan de la Cruz, en cada inhumación que se le practicaba, perdía alguna parte de su cuerpo. Según se dice, el dedo índice de Santa Teresa de Jesús llegó hasta el dictador Francisco Franco, quien lo conservó hasta el final de sus días.
Los escritores no religiosos tuvieron vidas dignas de novelarse. Se escribía de una manera conceptista —donde se hacía gala del ingenio y se inclinaba hacia metáforas forzadas— o también se podía optar por el culteranismo —es decir, adornarse en la forma sin tener mucho que ver con el fondo. Francisco de Quevedo es el conceptista más importante, a él le pertenece el poema: “Poderoso caballero/ es don Dinero”. Luis de Góngora y Argote fue quie mejor supo adornar el lenguaje. Pero acaso la figura más grande, después de Miguel de Cervantes, fue el apreciado Fénix de los Ingenios, título con el que se le conoció en vida. De su pluma se conservan 470 obras, pero algunos historiadores aseguran que escribió alrededor de unas 1800. El Fénix las escribía en un día, y quizá muchos hemos recurrido a una frase: ¿Quién mató al comendador? Fuete Ovejuna, todos a una. Hablamos e Lope Félix de Vega y Carpio, a quien el mismo Cervantes llamaría “monstruo de la naturaleza”. Poeta prolífico y dramaturgo excelente, Lope de Vega nos ha legado las obras más hermosas —escritas en verso, ¿eh?— entre las que destacan: Fuente Ovejuna, El mejor alcalde el rey, Peribañez y el Comendador de Ocaña, La Dorotea, La dama boba y La moza del cántaro. Regularmente estas obras son motivo de puesta en escena en casi todos los países hispanoamericanos. Es obvio que faltan muchos nombres, pero acaso mañana podremos embarcarnos en la divagación de un novohispano que cosechó demasiados aplausos, tantos, que en el Madrid del siglo de Oro, se ganó la enemistad de quienes hacían lo mismo que él: escribir obras de teatro.