Quinta de veintidós.
Eran los primeros meses de 1581 cuando en la ciudad de México amamantaban al casi recién nacido Juan, quien pertenecía a una ilustre familia de mineros que hacía no mucho se habían establecido en la capital del virreinato. Provenían de la rica ciudad de Taxco y aunque no eran “ricos”, cuando Juan creció pudieron hacer que asistiera a la Real y Pontificia Universidad de México. El muchacho era inteligente, vivaracho, aprovechó muy bien la oportunidad de estudiar.
Podemos divagar y mencionar que durante su estancia en la universidad Juan era un golondrina. En una sociedad como la novohispana, el linaje y el dinero eran preponderantes para recibir cualquier trato. Elías Trabulse nos cuenta que se llamaba “colegial” al becario propiamente dicho; el “doméstico” era aquel que trabajaba dentro del colegio a cambio de alimento y aposento para poder estudiar; se llamaban “porcionistas” a aquellos que pagaban su estancia y finalmente, recibía el nombre de “golondrina” el que hacía el mínimo de gastos, porque su familia residía en la ciudad de México.
Los estudios eran arduos, tomaban clases en castellano y en latín. Había normas muy estrictas y cuando al fin uno de los alumnos estaba listo para graduarse, tenía que buscar un buen padrino que pagara las ceremonias y los posteriores agasajos. Pero cuando el joven Juan Ruiz de Alarcón estaba listo (estudió derecho canónico y civil), no encontró ni padrino ni madrina que lo ayudaran a enfrentar los gastos de su “titulación”. No pudo graduarse. Compitió en oposiciones para conseguir una cátedra, ahorrar dinero y conseguir su título; pero dicen que su apariencia física fue un verdadero impedimento para los claustros de profesores lo aceptaran como uno de los suyos. Tonto no era, pero no se trataba de un galán. Era muy pequeño de estatura, zambo y corcovado. Con su pésima suerte, tuvo que resignarse a embarcarse en el puerto de Veracruz con destino a Cádiz, era el año de 1600. En Sevilla ejerció como abogado y ocho años más tarde regresa a la ciudad de México para solicitar su examen de doctorado, las autoridades le “dispensaron” las pompas dada la pobreza del personaje. El caso es que no se graduó y en 1615 regresa a España.
Juan Ruiz de Alarcón conoce el Madrid de la efervescencia teatral. Debe competir con los mejores dramaturgos de su época y para coraje de los Lopes, Góngoras, Quevedos y Tirsos, el zambo les da batalla con la pluma en la mano. El novohispano comienza a cosechar la simpatía del público a sus obras y al mismo tiempo recibe severas burlas por su aspecto físico. Y la moda del siglo de Oro era el escarnio, es decir, ofenderse unos a otros. Juan es el centro de las chacotas, Quevedo dice que entre la joroba y la barriga debe guardan el único “don” que él usaba. Góngora le escribe que: “adelante y atrás, gémina concha te viste”. Antonio de Mendoza le espeta que es el: “sátiro de las musas, el zambo de los poetas”.
Pero sucedió que durante el estreno de su obra, El Anticristo, unos malintencionados fueron al corral para colocar una cubeta con líquido pestilente (sangre y vísceras en descomposición). La función estuvo a punto de arruinarse y cuando se iniciaron las investigaciones, Lope de Vega y Mira de Mescua durmieron en la cárcel.
¿Por qué las obras de Juan Ruiz de Alarcón gustaron tanto? Era moderno y jugaba con la psicología del personaje, sus comedias están llenas de enredos y los envidiosos tuvieron que aprenderle mucho. La cueva de Salamanca, La verdad sospechosa, Las paredes oyen, Quien mal anda, mal acaba; Mudarse por mejorarse, Los pechos privilegiados y Los favores del mundo, son sus obras más conocidas. Murió en Madrid en 1636, pero su nombre es parte de aquel gran siglo de Oro.