martes, agosto 02, 2005

Una función de teatro

Tercera de veintidós.

El siglo de Oro (español) abarca, salvando aproximaciones, de 1550 a 1650; políticamente se ubica del auge del imperio español a su decadencia. Y en una sociedad, lector, donde quienes sabían leer lo hacían para solaz del resto que los escuchaba —los famosos corrillos— el teatro fue una de las opciones de entretenimiento más cotizadas y aplaudidas. Nada mejor que invertir una tarde completa para divertirse en una función, cuya duración oscilaba entre tres y cinco horas. Todo un evento.
Las representaciones en España, de la manera en que comprendemos el origen del teatro, tuvieron un origen religioso, antes que de ocio. Si nos atenemos a los documentos históricos todo comenzó en los atrios de las catedrales, donde la necesidad de “inyectar” la doctrina cristiana —recuerda que en 1492 se ordenó la expulsión de los judíos y para la época de Cervantes aún quedaban “dudas” sobre la pureza de sangre de algunos miembros de la sociedad. Rememoremos el término de “cristianos nuevos”— fue apremiante. Así, las primeras obras de factura española fueron las vidas de santos y algunos pasajes bíblicos. Con el paso del tiempo surgieron los primeros comediógrafos, que incluyeron algunas piezas ligeras entre las representaciones serias.
El problema de aquellas seriedades fue que comenzó a tener más éxito la parte chusca que la religiosa. Por el año de 1573, el clero levantó revuelo ante una queja: la actriz que hacía el papel de la virgen María, en el intermedio, actuaba el rol de una campesina que ponía la cornamenta al marido. Y luego, tan calmada, se quitaba el sombrero que la caracterizaba como campesina para regresar a tomar el dulcísimo papel de María. Aquello era inconcebible, un atentado a las buenas costumbres. Los autos sacramentales se quedaron en los atrios y la corcha se trasladó a los patios y corrales.
No había teatros como los conocemos en la actualidad —los primeros se instalaron, en España, a partir de 1700— sino que funcionaban, en el sur, los patios. Estos patios eran el resultado de la arquitectura andaluza, donde existía un patio central, sin techar, y en el cual se representaban las comedias (nombre muy general, que incluía tragedias, melodramas y comedias y a las que se añadían loas, pasos y entremeses). Desde ventanas y balcones que daban al patio, los asistentes podían observar, previo y sustanciosos pago, el espectáculo. La parte baja se destinaba a la plebe, que regularmente se sentaba en el suelo. Los corrales fueron propios del centro y norte de España, a semejanza de los “patios”, éstos constituían un baldío tapiado donde, cuando era necesario, se hacían a un lado las basuras y desperdicios para instalar el escenario —unas tablas dispuestas sobre bancos de madera— y comenzaba la función.
Los historiadores del arte no dan cuenta de decorados o tramoyas; aunque en el Quijote nos enteramos, en la segunda parte, que los actores de la época usaban máscaras y atuendos que pudieran caracterizarlos. En los intermedios se representaban “obras” de menor envergadura; los “empresarios” hacían algo más de dinero con la venta de aguas dulces y frutas... el vino fue prohibido tras los escándalos que se suscitaban. Pues en aquellos “teatros” que a veces semejaban muladares, se representaron las grandes piezas del siglo de Oro y cobraron una importancia que no conoció límites. Quizá en la actualidad los temas nos parecen algo enredados, pero en su momento reflejaron los problemas sociales y la vida cotidiana de una sociedad que daba la mitad de una vida por no perderse un estreno de los grandiosos Lope de Vega y Calderón de la Barca; sobre todo si a la función asistía el rey. Cervantes dijo que él había compuesto unas treinta y dos comedias; pero antes que corresponderle a él, la gloria fue para Lope y Calderón.