lunes, agosto 01, 2005

Libros en la España cervantina

Segunda de veintidós.

Lector, aquí no puedo compartirte la imagen facsimilar de la portada de la primera edición de El Quijote, pero sabrás que nos referimos a la “cubierta” o la primera página que se observa cuando uno abre un libro. En aquella primera impresión se lee: EL INGENIOSO HIDALGO DON QVIXOTE DE LA MANCHA, Compuefto por Miguel de Cervantes Saavedra. Dirigido al Dvqve de Beiar, [se incluyen los títulos nobiliarios del duque]. Año, 1605. CON PRIVILEGIO EN MADRID Por Juan de la Cuefta. Vendefe en cafa de Francifco de Robles, librero del Rey nro feñor.
Nos encontramos en una España de un mosaico cultural impresionante en la que no todos saben leer y escribir, pero en el mismo Quijote topamos en que la historia está plagada de papeles, librillos de oraciones, horas, memorias y adivinanzas. Encontramos una cultura que basa una buena parte de su potencial en la escritura. Se escribía en las bardas, ya fuera con pedazos de ladrillo (a manera de tiza), sobre tablas untadas con betún o si la ocasión lo ameritaba, el soporte era el papel, que era fabricado a partir de la pulpa de trapos viejos; los había finos y corrientes. Existía la cultura del reciclaje, es decir, cuando los numerosos papeles eran desechados, servían para fabricar cartón o pliegos que se emplearían para formar “cucuruchos” en que los comerciantes solían envolver los productos que se les compraban. Aunque el mejor papel de la época lo fabricaban los genoveses.
Para escribir a mano se recurría a las plumas de ave. Una de las primeras lecciones para cualquier estudiante era lograr un corte perfecto en el cañón de la pluma, para así captar la mayor cantidad de tinta. Como nadie podía llevar un “bolígrafo” a cuestas, pues se escribía en lo que se pudiera y con calma se buscaba una escribanía, donde alguien pasaría el texto a papel y con buena letra. Quien no sabía escribir, pues acudía a una escribanía para dictar una carta. Así, los libros, como debemos comprender, estaban en la más alta estima y aunque ya proliferaban las imprentas, ningún tiraje sobrepasaba más allá de dos mil ejemplares —que era demasiado. Y si no se entendían con las letras, pues no faltaba quien supiera leer.
Pero la suerte del libro no era tan sencilla como ahora la suponemos. Tras escribirlo, el autor debía acudir a que su texto lo revisara el Consejo del reino y además la Inquisición; cuando la autorización estaba lista y las correcciones apuntadas, se buscaba a un impresor. En la mayoría de las ocasiones el impresor no absorbía los gastos de la edición y se tenía la necesidad de buscar a un mecenas, porque, para variar, los escritores no tenían un maravedí en los bolsillos. La ganancia del autor eran unos cuantos sueldos y quien corría con los gastos arriesgaba su dinero y pretendía recuperarlo mediante la venta de libros. Si el volumen llegaba a tener éxito estaba al acecho el peligro de la piratería. Es decir, los impresores hacían un tiraje extra y lo vendían por debajo del agua. ¿Qué perseguía un autor? Fama, que ya con ella entre las manos vendría la fortuna. En el caso del Quijote, Cervantes no pagó la edición, sino el buenazo de Francisco de Robles, y los ejemplares podían adquirirse en casa del “editor”. Ahora bien, el libro no se vendía empastado, cada comprador encargaba su cubierta, que generalmente era grabada con filigranas especiales... eran caros, por supuesto. Aunque recordemos que la diversión eran las funciones de teatro y, ¿cómo sería una función en los madriles del siglo de Oro?