Onceava de veintidós.
La monarquía europea del siglo XVI vio en España la verdadera potencia que fue, la que avasallaba no sólo generosas regiones del continente sino que además dominaba una muy buena parte del mundo apenas conocido y por lo tanto, en vías de control. América, Asía y África se sumaban a las perlas de la corona. Carlos V fue el emperador más importante y temido.
En las cuestiones de la fe y la política los reyes hispanos jamás titubearon. Para ello tenían a la Santa Inquisición, además de contar una bien ganada fama como los más importantes defensores de la fe católica frente a los musulmanes, como un gobierno que con la mano en la cintura despojó a la población judía que vivía en sus territorios y confiscó sus bienes. Si para la edad Media, Europa terminaba en los Pirineos, a partir del descubrimiento de América la península Ibérica estuvo en los ojos del mundo. Plata de las Indias, tesoros preciosos de sus pertenencias americanas, del Nuevo Mundo.
Eso fue precisamente lo que hizo atractiva a la España gobernada por los Austrias —esta familia imperial tenía, por decirlo así, su raíz en Viena, los Habsburgo— y por ello las guerras contra una monarquía intransigente. Pero si los periodos de guerra eran temidos, los tiempos de paz eran sellados mediante los enlaces matrimoniales. Europa intercambió sangre de su realeza para mantener a raya las posesiones y el control económico... jamás interesó el amor, como lo entendemos en la actualidad. Aquellos matrimonios eran parte de la negociación e incluso podían impedir o provocar guerras.
En 1605, en Valladolid, se bautizó al futuro rey Felipe IV. El embajador inglés Charles Cornwallis asistió a la ceremonia, escribió a su monarca que había conocido a la princesa (“Que aquí le llaman Infanta” anotó) quien contaba apenas con seis años de edad, pero recomendaba a “su majestad” no desterrar la idea de un eventual enlace entre la Infanta y el príncipe de Gales: “un engaste de su perla de España con nuestro diamante de Inglaterra”.
Resulta obvio que en los primeros treinta años del siglo XVII, España estaba debilitada por sus frecuentes guerras, su monarquía (que nunca tuvo lustre ni ceremonial de Corte) estaba diluida y la cercanía con la casa de Borbón —sus enemigos franceses— era un hecho. Los Austrias pronto dejarían de ser gobernantes. Y además, la fama negra de España cundía, había que desmembrar a esa vieja que controlaba el mundo.
¿Cómo explicarse que a España se le viese como tiránica, atrasada y bárbara? La respuesta la podemos encontrar en dos hechos —por mencionar sólo dos—, primero la invasión a Portugal y la adhesión de la corona española. En segundo lugar, la cantidad de libros que circulaban sobre las atrocidades que los peninsulares cometieron durante la conquista y dominación del Nuevo Mundo (América). El texto más famoso de denuncia sobre la crueldad hispana fue Breve relación de la destrucción de las Indias, del dominico fray Bartolomé de las Casas. Durante el siglo XVI se publicó en español unas tres veces (la primera edición fue en 1552) pero las traducciones francesas, inglesas, holandesas, alemanas e italianas, siempre estaban a la mano, sobre todo cuando se avecinaba una guerra.
La monarquía europea del siglo XVI vio en España la verdadera potencia que fue, la que avasallaba no sólo generosas regiones del continente sino que además dominaba una muy buena parte del mundo apenas conocido y por lo tanto, en vías de control. América, Asía y África se sumaban a las perlas de la corona. Carlos V fue el emperador más importante y temido.
En las cuestiones de la fe y la política los reyes hispanos jamás titubearon. Para ello tenían a la Santa Inquisición, además de contar una bien ganada fama como los más importantes defensores de la fe católica frente a los musulmanes, como un gobierno que con la mano en la cintura despojó a la población judía que vivía en sus territorios y confiscó sus bienes. Si para la edad Media, Europa terminaba en los Pirineos, a partir del descubrimiento de América la península Ibérica estuvo en los ojos del mundo. Plata de las Indias, tesoros preciosos de sus pertenencias americanas, del Nuevo Mundo.
Eso fue precisamente lo que hizo atractiva a la España gobernada por los Austrias —esta familia imperial tenía, por decirlo así, su raíz en Viena, los Habsburgo— y por ello las guerras contra una monarquía intransigente. Pero si los periodos de guerra eran temidos, los tiempos de paz eran sellados mediante los enlaces matrimoniales. Europa intercambió sangre de su realeza para mantener a raya las posesiones y el control económico... jamás interesó el amor, como lo entendemos en la actualidad. Aquellos matrimonios eran parte de la negociación e incluso podían impedir o provocar guerras.
En 1605, en Valladolid, se bautizó al futuro rey Felipe IV. El embajador inglés Charles Cornwallis asistió a la ceremonia, escribió a su monarca que había conocido a la princesa (“Que aquí le llaman Infanta” anotó) quien contaba apenas con seis años de edad, pero recomendaba a “su majestad” no desterrar la idea de un eventual enlace entre la Infanta y el príncipe de Gales: “un engaste de su perla de España con nuestro diamante de Inglaterra”.
Resulta obvio que en los primeros treinta años del siglo XVII, España estaba debilitada por sus frecuentes guerras, su monarquía (que nunca tuvo lustre ni ceremonial de Corte) estaba diluida y la cercanía con la casa de Borbón —sus enemigos franceses— era un hecho. Los Austrias pronto dejarían de ser gobernantes. Y además, la fama negra de España cundía, había que desmembrar a esa vieja que controlaba el mundo.
¿Cómo explicarse que a España se le viese como tiránica, atrasada y bárbara? La respuesta la podemos encontrar en dos hechos —por mencionar sólo dos—, primero la invasión a Portugal y la adhesión de la corona española. En segundo lugar, la cantidad de libros que circulaban sobre las atrocidades que los peninsulares cometieron durante la conquista y dominación del Nuevo Mundo (América). El texto más famoso de denuncia sobre la crueldad hispana fue Breve relación de la destrucción de las Indias, del dominico fray Bartolomé de las Casas. Durante el siglo XVI se publicó en español unas tres veces (la primera edición fue en 1552) pero las traducciones francesas, inglesas, holandesas, alemanas e italianas, siempre estaban a la mano, sobre todo cuando se avecinaba una guerra.
Tras este muy breve contexto político, ¿podemos hacernos la idea sobre la rápiuda difusión del Quijote?