Doceava de veintidós.
Los historiadores calculan que para 1615 (cuando aparece la segunda parte) ya circulaban unos doce mil ejemplares del Quijote, un tiraje no excesivo al considerar que la novela era todo un éxito (Cfr. Segunda entrega: Libros en la España cervantina). ¿Entonces por qué razón Miguel de Cervantes, el autor, murió con fama pero sin dinero en los bolsillos? La respuesta es simple. Aunque escribir un libro suponía la compra de lo que actualmente llamamos “derechos de autor”, la verdadera ganancia suponía la venta directa del libro. En todo caso, el escritor debía arriesgar su propio dinero —cosa muy rara que se animara a hacerlo— pues la ganancia redituaba en la distribución, la idea de nuestro moderno “marketing”.
A quien escribía se le pagaban veinticinco escudos de oro y ejemplares de su texto, unos quince más dos que se le entregaban encuadernados. Incluso, las traducciones contaban en nombre porque la autoría solía respetarse, pues aquella actividad era vista como algo “denigrante”, “trasladar” se entendía como “interpretar una escritura de una lengua a otra” y nadie quería firmar el cambio realizado de una lengua vulgar a otra. Las lenguas que valían como para presumir una tarea así eran el griego y el latín y sólo cuando se tratara de clásicos. Un autor se agenciaba dinero si lo protegía un mecenas.
No obstante se traducía y mucho. Novelas picarescas (El lazarillo de Tormes), de caballerías y los sabrosísimos tratados de fray Antonio de Guevara (El arte de marear, por ejemplo) eran los libros españoles más favorecidos por los lectores franceses; así lo demuestran los inventarios realizados a bibliotecas privadas. Pícaros y pícaras engrosaron el estereotipo del hispano, los libros españoles ejercieron influencia entre sus consumidores que no compartían esa lengua como la materna, pero como el traductor puede ser traidor, la idea sobre lo español fue lo que sus trasladores quisieron argumentar.
Además, el castellano gozaba la notoriedad de lengua perfecta; pues hasta la actualidad tiene una correspondencia exacta entre grafía y pronunciación. Esto facilitaba la traducción y fueron varios gramáticos de otras lenguas quienes proponían hacer lo mismo (en 1565, un francés, Ronsard, cita el castellano como el modelo que se debe seguir). Estas reformas no se culminaron, pues hubiera sido el equivalente a aceptar un predominio cultural de España, más allá del bélico. Pero como toda novedad, éxito, los libros más leídos no tardaban en cruzar los Pirineos. Sumemos la leyenda negra y la considerable victoria del libro de Bartolomé de las Casas.
Los historiadores calculan que para 1615 (cuando aparece la segunda parte) ya circulaban unos doce mil ejemplares del Quijote, un tiraje no excesivo al considerar que la novela era todo un éxito (Cfr. Segunda entrega: Libros en la España cervantina). ¿Entonces por qué razón Miguel de Cervantes, el autor, murió con fama pero sin dinero en los bolsillos? La respuesta es simple. Aunque escribir un libro suponía la compra de lo que actualmente llamamos “derechos de autor”, la verdadera ganancia suponía la venta directa del libro. En todo caso, el escritor debía arriesgar su propio dinero —cosa muy rara que se animara a hacerlo— pues la ganancia redituaba en la distribución, la idea de nuestro moderno “marketing”.
A quien escribía se le pagaban veinticinco escudos de oro y ejemplares de su texto, unos quince más dos que se le entregaban encuadernados. Incluso, las traducciones contaban en nombre porque la autoría solía respetarse, pues aquella actividad era vista como algo “denigrante”, “trasladar” se entendía como “interpretar una escritura de una lengua a otra” y nadie quería firmar el cambio realizado de una lengua vulgar a otra. Las lenguas que valían como para presumir una tarea así eran el griego y el latín y sólo cuando se tratara de clásicos. Un autor se agenciaba dinero si lo protegía un mecenas.
No obstante se traducía y mucho. Novelas picarescas (El lazarillo de Tormes), de caballerías y los sabrosísimos tratados de fray Antonio de Guevara (El arte de marear, por ejemplo) eran los libros españoles más favorecidos por los lectores franceses; así lo demuestran los inventarios realizados a bibliotecas privadas. Pícaros y pícaras engrosaron el estereotipo del hispano, los libros españoles ejercieron influencia entre sus consumidores que no compartían esa lengua como la materna, pero como el traductor puede ser traidor, la idea sobre lo español fue lo que sus trasladores quisieron argumentar.
Además, el castellano gozaba la notoriedad de lengua perfecta; pues hasta la actualidad tiene una correspondencia exacta entre grafía y pronunciación. Esto facilitaba la traducción y fueron varios gramáticos de otras lenguas quienes proponían hacer lo mismo (en 1565, un francés, Ronsard, cita el castellano como el modelo que se debe seguir). Estas reformas no se culminaron, pues hubiera sido el equivalente a aceptar un predominio cultural de España, más allá del bélico. Pero como toda novedad, éxito, los libros más leídos no tardaban en cruzar los Pirineos. Sumemos la leyenda negra y la considerable victoria del libro de Bartolomé de las Casas.
¿De qué se acusaba a los españoles? Bueno, Europa estaba obsesionada por España, para bien o para mal y amén de que la novela de Cervantes apabulló a sus lectores, a los enemigos de la Península les divertía enterarse de las andanzas de un hombre que tenía tantos pájaros en la cabeza, un hidalgo muy digno de ser recordado.