jueves, agosto 11, 2005

Fieles a tres ideales

Décima de veintidós.

Cervantes y sus contemporáneos, así como los imaginarios don Quijote y Sancho comprendían muy bien la cuestión política de su época y cuánta fidelidad debían jurar a la trinidad que funcionaba en aquella España: Dios, patria y rey. Y esta era ya una costumbre añeja, pues desde los reyes católicos, Fernando e Isabel, la sucesión de los Austrias o la rama “española” de la casa Habsburgo había garantizado la sucesión monárquica.
La creencia que prevalecía era que el mundo se debía a un estricto orden jerárquico. Dios mandaba sin rival ni compañero; el sol gobernaba sobre los planetas y el hombre era dueño y señor de todas las cosas. Si este se trataba del orden cósmico, en el mundo “natural” las cosas seguían el mismo patrón. El rey estaba por encima de su pueblo, a quien se le interpretaba como una especie de hijo al que se protege. La monarquía se “heredaba” porque lo que sale de algo, debe ser su igual y si el rey representa el centro del mundo político y administrativo sólo una persona que estuviese emparentada en línea directa, tenía privilegios al trono.
Si el monarca protege los súbditos están obligados a jurarle obediencia, a portarse dignos con respecto a su rey. Ahora, el mandatario, aunque era absoluto, no podía tomar la resolución sin consultar pareceres. Para eso se formaban los “Consejos” y la famosa “Junta de Noche”, que era una especie de gabinete privado que filtraba y decidía qué era lo que se presentaría al monarca. Invalidar una autoridad real equivalía a restarse poder en el complicado artificio que suponía el gobierno, si no existe la cabeza ¿qué necesidad hay de las extremidades?
La España cervantina estaba políticamente constituida por un triángulo (otro) verdadero, donde la cúspide correspondía al rey que era auxiliado por su aristocracia (nobles y consejeros) y persistía una especie de “democracia”, formada por miembros de la corte, cabildos y personas influyentes en cada localidad. Esta idea funcionaba en teoría, pero a su vez servía para que se formase un clientelismo, tráfico de influencias y otros desmanes. Para el tiempo de Cervantes nadie ponía en duda la crisis política. Por otro lado la Iglesia tenía una participación a manera de balanza, sin el temor a Dios, el rey tendría un poder incontrolable.
Pero el argumento de Razón de Estado pesó sobre cualquier otro. Aseguraban que no se trataba de absolutismo sino de permitir los asuntos públicos sólo a personas competentes, para ello estaba el monarca y su pléyade de letrados, quienes eran los únicos designados y preparados para resolver cualquier problema que se presentara. A esto se añadió la figura del Valido, una especie de lugarteniente del rey, un “primer ministro”. Esto, obvio, creaba una intrincada red de lealtades personal en el sistema administrativo. Los elegidos, por supuesto, eran aquellos a quienes se comprobaba ser leales; quienes estaban bajo sospecha. Por ello nadie valía si no tenía el “padrinazgo” de un patrón, de un favorito o de un favorito del favorito. Por ello no es de sorprender que don Quijote insiste a Sancho en que es su amo. Don Quijote, loco pero nada absurdo, se debe a la bella sin par Dulcinea del Toboso. Cervantes no estaba loco para hacer que su locuaz personaje fuese el favorito de alguna autoridad.