jueves, agosto 11, 2005

Seis mil velas para un rey

Novena de veintidós.

Si nos atenemos a la excelente investigación del historiador John H. Elliot (La monarquía Hispana en el reinado de Felipe II), habrá que suponer a un Miguel de Cervantes que entra en la oscura catedral de Sevilla, en diciembre de 1598, para admirarse —por curiosidad y morbo— del altar funerario erigido con motivo de las exequias del monarca Felipe II. Aquella majestuosa construcción la remata un símbolo de la eternidad: el ave Fénix. Altares, capillas que representan las glorias del rey y que por necesidad de hacerla visible, las crónicas de la época detallan el empleo de: mil 190 antorchas; 990 cirios y alrededor de seis mil 144 velas. Se trataba del tributo al hijo del emperador Carlos V, y en 40 años el pueblo español no había tenido oportunidad de ver algo similar.
Un monumento que recordaba el pasado orgulloso, pero también amargo, porque se trataba de una España que había invertido su poder y alcabalas en financiar guerras y engrosar las filas de la burocracia existente. El mismo Cervantes, quizás, vio con dosis de vanidad la capilla dedicada a la batalla de Lepanto —7 de octubre de 1571, de la que él mismo era un veterano orgulloso—, pero cuyos triunfos son variables, pues tanto españoles como turcos se habían embarcado en tratar de dominar a nuevos enemigos. Pero no sólo la guerra contra turcos sino contra ingleses y franceses era lo que tenía a la península sumida en una grave crisis. Las defensas de la fe y las pretensiones imperiales del gotoso rey orillaban a una penosa banca rota. España ganó las batallas en el Mediterráneo, aunque perdió sus posesiones en los Países Bajos. No obstante, la plata que llegaba de las Indias revitalizaba las arcas.
En la España de 1559 a 1598 hubo orden y estabilidad política. A diferencia de su padre, él no era un monarca a caballo; fue un rey sedentario que formalizó a la entonces villa de Madrid como la capital fija de la corte… Dominaba desde su mesa de trabajo. Treinta y un años después de su muerte, un concejal de Castilla escribía: “La mayor gloria de Felipe II fue desde su silla, con la pluma en la mano gotosa, tener el mundo sujeto a sus resoluciones”. ¿Cómo podía tenerse el control de un territorio tan grande?
Al finalizar la Edad Media, España cuenta con dos universidades… Cuando inicia el siglo XVII, poco después de la muerte de Felipe II, son veinte. Armas y letras van de la mano. El rey no sólo atiende la situación de guerra, sino que propicia la formación de un aparato de Estado dominado por los egresados de las universidades (bachilleres, licenciados y doctores). Esto provoca que la rancia nobleza quede a un lado de la administración pública, pues ya existe una clase que basa su derecho a gobernar argumentando su habilidad y formación profesional; pero hay una consecuencia, la burocracia crece de manera incontrolable.
Cervantes, recordemos, era parte soldado y parte letrado. Como él, miles (calculan que Castilla sostenía una población anual de aproximadamente unos 20, 000 estudiantes). Pululaba una pléyade de licenciados que pretendían obtener jugosos puestos en la corte o en las Indias. Miguel de Cervantes tuvo que conformarse con ser “cobrador” de impuestos. Entre la guerra y la burocracia España quedó famélica: sistema de leva, deudas con banqueros, Andalucía y Castilla empobrecidas y a la muerte de Felipe II la catedral sevillana mostraba aquel monstruoso aparato que recordaba una gloria ida y una ruina tan cercana.