Uno de los recuerdos gratos de mi niñez y que se asocian a la política mexicana son los días que correspondían al informe presidencial. No veía una especie de tortura mental en aquel circo de acidez republicana, en primer lugar porque nunca había clases y en segundo porque las televisiones del país estaban sintonizadas en lo que parecía “un día en la vida de”. Para los cuatro cinco canales abiertos que existían la obligación era detallar vida, obra y tropelías del mandatario en turno, entrevistar a sus familiares directos —esposa, hijos y parentela muy estrecha— así como ofrecer aspectos de la existencia cotidiana en Los Pinos.
Quien diga que no, es un desmemoriado. Los mexicanos de entonces no teníamos de otra y además, el informe, era como una llave maestra que abría los festejos por las fiestas patrias. Qué entrada de Agustín de Iturbide y el ejército de las tres garantías a la ciudad de los palacios ni que el petate del muerto; no señor, el primer mandatario saludando a su pueblo que apestaba a tortilla de maíz y cual moda de vicario romano, extendiendo la mano como si de bendiciones apostólicas se trataba. Coche descapotado y lluvia de papelitos tricolores para llegar hasta el palacio nacional y ser objeto del besamanos... el presidente, no el automóvil. Nomás faltaba el Te Deum en la catedral metropolitana; pero como eran gobernantes masones, ni hablar.
En mis caléndulas infantiles asociaba aquellos despliegues con una serie de los dibujos animados que los niños de entonces veíamos. Para ser concreto me refiero a “Don gato y su pandilla” y precisamente al capítulo donde el grupo de vagos monta el tinglado para hacer creer a la madre de Benito Bodoque que el hijo resulta ser, nada menos, que el alcalde de la ciudad de Nueva York. La cofradía de haraganes se organiza de tal manera que la anciana regresa al pueblo natal convencida de que su retoño ha logrado lo que pocos gatos en la vida y claro, como todos los capítulos, con una dosis lacrimosa del oficial Matute. Conmovedor hasta el tuétano.
Pero quizá una estampa digna de aquellos tiempos era que un pariente se dedicaba (creo que era el único ciudadano de mi entorno que lo hacía) a observar el informe completo. Y no por lealtad revolucionaria sino para hacer una catarsis que hasta fecha, sólo de recordarla, la envidio. Encendía su televisor y con una cuba en la mano se echaba las tres horas y fracciones en su sillón, muy cómodo y equipado con refresco de cola, brandy y hielos para mentarle la madre al señor presidente en turno. Y sus declaraciones no eran susurros, nada de eso, a veracruzano y ferrocarrilero —el ya estaba jubilado— grito pelón lo decía con todas sus letras. Para los niños de esa casa era todo un acontecimiento...
La mecánica era la misma, una aseveración del mandatario, con su voz engolada y mientras la cámara de San Lázaro rompía en aplausos, este hombre le gritaba a su mujer: “¿Ya oíste lo que dijo?”. La otra se limitaba a decir sí o no, desde la cocina; a ella la grilla la tenía sin cuidado. Pero él, ya enardecido por la primera cuba respondía entre más gritos: “Esto jijo-he-pucta-hijo-de-su-chingada-madre-ladrón” y su cámara bajo, o sea, los niños que lo rodeábamos, le aplaudíamos a él. Otra vez abuelito, otra vez; lo animábamos entre vítores y risas nietos, primos y agregados. Y el viejo se dejaba venir con lo más florido del vernáculo español de México. Pero como a su mujer, la libertad de expresión y la democracia del marido no le daban risa, llegaba hasta la sala para reclamarle: “¿No te da vergüenza que los niños te estén escuchando?” y era como darle más cuerda: “Más les habría de dar a esos desgraciados hijos de la grandísima pucta”.
El asunto terminaba así. Una vez concluido el informe, aquel hombre iba hasta la puerta de su casa listo para responder a quien pasara y le preguntara: “Eh, tío Toño, ¿cómo vio usted el informe?”. Y claro, la retahíla no se hacía esperar.
Otro informe o los cincuenta y cinco años de televisión mexicana. Yo prefiero festejar lo segundo. No sé usted.
Quien diga que no, es un desmemoriado. Los mexicanos de entonces no teníamos de otra y además, el informe, era como una llave maestra que abría los festejos por las fiestas patrias. Qué entrada de Agustín de Iturbide y el ejército de las tres garantías a la ciudad de los palacios ni que el petate del muerto; no señor, el primer mandatario saludando a su pueblo que apestaba a tortilla de maíz y cual moda de vicario romano, extendiendo la mano como si de bendiciones apostólicas se trataba. Coche descapotado y lluvia de papelitos tricolores para llegar hasta el palacio nacional y ser objeto del besamanos... el presidente, no el automóvil. Nomás faltaba el Te Deum en la catedral metropolitana; pero como eran gobernantes masones, ni hablar.
En mis caléndulas infantiles asociaba aquellos despliegues con una serie de los dibujos animados que los niños de entonces veíamos. Para ser concreto me refiero a “Don gato y su pandilla” y precisamente al capítulo donde el grupo de vagos monta el tinglado para hacer creer a la madre de Benito Bodoque que el hijo resulta ser, nada menos, que el alcalde de la ciudad de Nueva York. La cofradía de haraganes se organiza de tal manera que la anciana regresa al pueblo natal convencida de que su retoño ha logrado lo que pocos gatos en la vida y claro, como todos los capítulos, con una dosis lacrimosa del oficial Matute. Conmovedor hasta el tuétano.
Pero quizá una estampa digna de aquellos tiempos era que un pariente se dedicaba (creo que era el único ciudadano de mi entorno que lo hacía) a observar el informe completo. Y no por lealtad revolucionaria sino para hacer una catarsis que hasta fecha, sólo de recordarla, la envidio. Encendía su televisor y con una cuba en la mano se echaba las tres horas y fracciones en su sillón, muy cómodo y equipado con refresco de cola, brandy y hielos para mentarle la madre al señor presidente en turno. Y sus declaraciones no eran susurros, nada de eso, a veracruzano y ferrocarrilero —el ya estaba jubilado— grito pelón lo decía con todas sus letras. Para los niños de esa casa era todo un acontecimiento...
La mecánica era la misma, una aseveración del mandatario, con su voz engolada y mientras la cámara de San Lázaro rompía en aplausos, este hombre le gritaba a su mujer: “¿Ya oíste lo que dijo?”. La otra se limitaba a decir sí o no, desde la cocina; a ella la grilla la tenía sin cuidado. Pero él, ya enardecido por la primera cuba respondía entre más gritos: “Esto jijo-he-pucta-hijo-de-su-chingada-madre-ladrón” y su cámara bajo, o sea, los niños que lo rodeábamos, le aplaudíamos a él. Otra vez abuelito, otra vez; lo animábamos entre vítores y risas nietos, primos y agregados. Y el viejo se dejaba venir con lo más florido del vernáculo español de México. Pero como a su mujer, la libertad de expresión y la democracia del marido no le daban risa, llegaba hasta la sala para reclamarle: “¿No te da vergüenza que los niños te estén escuchando?” y era como darle más cuerda: “Más les habría de dar a esos desgraciados hijos de la grandísima pucta”.
El asunto terminaba así. Una vez concluido el informe, aquel hombre iba hasta la puerta de su casa listo para responder a quien pasara y le preguntara: “Eh, tío Toño, ¿cómo vio usted el informe?”. Y claro, la retahíla no se hacía esperar.
Otro informe o los cincuenta y cinco años de televisión mexicana. Yo prefiero festejar lo segundo. No sé usted.