martes, septiembre 13, 2005

Avatares


Leer es un acto que se practica en soledad. Como en cualquier proceso comunicativo se requieren tres elementos indispensables: emisor (autor), mensaje (libro) y receptor (lector). Acaso la tríada pueda exigir más componentes del proceso, como las intrincadas redes que propone Mc Luhan, o la famosa “agenda zeta” entre los comunicadores, o los vericuetos funcionalistas de Edward Sapir, o tantas demacradas formas para que al final se llegue a responder la propuesta aristotélica, lo hemos repetido ya: ¿quién le dice qué a quién?
Decir qué y cuántas cosas fue labor del estructuralismo ruso, que propuso dejar a un lado la referencialidad del emisor. Maduras las extravagancias del psicoanálisis no faltó quien tratara de desenmarañar la urdimbre y explicarse el ¿por qué los mensajes de tal o cual autor? En aquellos desaguisados surgieron los atrevidos que descansaban el tan manoseado capítulo del Quijote, la aventura de los molinos, en una connotación sexual: los molinos de viento eran falos. Después arribaron al tinglado del análisis literario una serie de vanguardias tan especializadas que no hicieron otra cosa que aterrorizar al lector de “a pie”, hombres eructando el humo de sus pipas y mujeres posmodernas que dedicaron kilómetros de caracteres a explicar las razones y promociones que bien elevaban un libelo a la gloria de las letras y hundían en el fango a las páginas que valían la pena.
La crítica fue tan peligrosa como un caramelo envenenado que se le da chupar a un niño, el gusto le indica que es agradable, dulce, resabio a cerezas pero no sabe lo letal que puede resultar aquella piccola gula.
El lector real enmudeció ante la variedad de interpretaciones. Es decir, las manos que le tentaban a caminar por los túneles de la comprensión fueron tantas que al final, el menos experimentado se prefirió por entretenerse con la televisión, primero, y después, el deporte favorito fue pulsar los botones del telemando. El lector fiel a sus gustos hizo a un lado la paja lenguaraz de los doctos y cual Ulises en rebelión aceptó escuchar el canto de las sirenas sin las cadenas que le impidieran libertad de encantamientos.
Y por el necio que no atendió consejos de sus mayores continúa el milagro de petrificar el habla. Por eso los libros se diseminan en las mentalidades y van a parar a la estantería del diletante, que a su vez la transforma en un panteón de la rareza inusitada que habla, murmura, reflexiona. La tradición judeocristiana marca que cuando Yahvé crea a Adán de barro se requiere tan sólo del aliento divino para que la figura sea de carne; es decir, el verbo, la palabra convertida en acción. El Renacimiento confiere la oportunidad de la creación al hombre ahora como centro del universo, que la fin, en la una y otra es la palabra que cabalga de boca en boca la que ejecuta la maravilla fundacional.
Francisco de Quevedo explicaba en uno de sus versos que bastan sólo unos cuantos libros para que con los ojos se realice el milagro de que hablen los muertos. A sazón, el poeta uruguayo Benedetti narra en su novela Andamios que cuando Javier, su personaje, camina por el cementerio parisino se encuentra de frente a la tumba de César Vallejo, lamenta el deterioro del monumento. El consuelo le llega a garrafadas cuando recuerda que en algún sitio del planeta una muchacha vibra porque su enamorado le susurra los versos de aquel a quien ninguna flor han llevado al camposanto: “Vallejo es tan vivo cada que alguien lo declama”, concluye Javier.