viernes, septiembre 23, 2005

Benedicto y una pandemia


Décadas ha y la infección por VIH continúa apareciendo entre una población desinformada y entre hombres y mujeres que aún piensan en el SIDA como una maldición al más puro estilo de Sodoma y Gomorra, donde ante la ira de Dios bastaba sólo con no virar para observar cómo la inmensa cólera de la divinidad guerrera destruía aquellas míticas ciudades de la perversión carnal, de los vicios. Quien voltee se convierte en estatua de sal.
Negarse al ejercicio sexual es cerrar los ojos ante la condición humana y pretender que el nalgatorio descanse sobre el trono de Pedro para tener las ideas semejantes a las del anciano jerarca Benedicto XVI. El obispo de Roma se niega a que su Iglesia acepte el uso de preservativos porque ante la crisis religiosa del catolicismo harán falta millones y millones de súbditos, cientos de millones de almas a quienes salvarlas del pecado y permitirles la fecundación. No importan las facturas de los propios hombres (enfermedades, guerras, hambrunas) o del planeta (sequía, deforestación, agotamiento de los recursos energéticos y un acumulable etcétera.
“¿Qué dirá el Santo Padre que vive en Roma?”, canta Violeta Parra en una de sus canciones. Y qué puede expresar cuando sus pontificales manos acaricien la cabeza de un niño negro que muestra ya el Síndrome producido por el VIH, pero al cuidado de enfermeras-religiosas en un hospital del primer mundo, donde habitan los ciudadanos bellos como ángeles y Yahvé jamás se atreverá a que las centellas destruyan un lugar en donde vale la pena vivir.
Ni la Quinta Avenida, los Campos Elíseos, la Gran Vía, el Picadilli... las soberbias construcciones babélicas con la punta de sus edificios rascándole el culo al cielo se libran de una rabia maligna. Galopa este mal desde la oficina del pujador de la agencia que subasta obra de arte hasta la chabola de Río de Janeiro, las villas-miseria argentinas y los cinturones que asfixian a las ciudades mexicanas. No hay peor suceso que acordar recién una cita con la pálida dama... o andar sobre los hombros con el estigma de una infección que quien la padece se transforma de pronto en un sub humano, en ese algo que hubiera podido ser; porque la estrella de cine, el deportista de alto rendimiento, el político o el hombre de negocios reciben la atención adecuada... pero ¿qué hay del ciudadano de a pie cuando el veredicto de su médico le indica “cero positivo”?
¿Bastan los anuncios televisados que paga el sector salud para explicar que la fidelidad, el empleo correcto de los preservativos o evitar la promiscuidad son las vías para combatir la pandemia? Posiblemente, si a esos cuarenta valiosos segundos en televisión abierta se le añadieran las imágenes reales de los enfermos terminales, o los niños que nacen con el VIH; pero los productores o quienes autorizan la difusión masiva se quedan como los magníficos Pánfilos que siempre han sido y prefieren que en la pantalla luzcan unas manitas entrelazas que se hacen cariños, con sus respectivas alianzas matrimoniales; o bien un borchincho de clavijas que a fuerza de tanta conexión hacen corto circuito.
Que al Santo Padre sus monjas alemanas (las de Juan Pablo II eran polacas) le sirvan infusión inglesa en tazas de porcelana y por ello jamás se entere del resabio a plástico que tiene cualquier café en una terminal de autobuses, no significa que el resto de los mortales hagamos muecas cuando el sexo, tan humano, antes que a la persona, sepa a látex. Tener tiempo es darse a la reflexión, olvidarse del infierno dantesco y saber que aquí, en la tierra, existen asuntos tan quemantes como cualquier pintura de Francisco de Goya y Lucientes.