jueves, septiembre 22, 2005

Ofertas y decomisos


La piratería es como las baratijas chinas: pocos hogares mexicanos se libran de no tener algún artículo de dudosa procedencia. Si los libros ya son objeto de copia no podemos esperar mucho de productos que representan un atractivo para el gran mercado, sobre todo en un pueblo donde las viejas industrias de entretenimiento se hincharon los bolsillos y que gracias a un deficiente “star system” lograron que mamarrachos con apenas un hilo de voz salieran millonarios. La maldición de las compañías disqueras y las que distribuyen filmes inició en el corazón del barrio de Tepito, en la ciudad de México y después comenzó a propagarse por todos los rincones del país.
¿Recuerdan cuando la única posibilidad era viajar hasta la ciudad de México para agenciarse filmes o discos que en cualquier región de la provincia eran inimaginables? Aún quince años atrás los tenedores de clubes de videos y quienes se dedicaban a vender copias fonográficas en cintas magnetofónicas (casetes) lograban un buen dinero. Los servicios de entretenimiento “familiar” eran costosos y como entre las telarañas, como algo extraño y prohibido, se rumoraba la existencia de unos videodiscos que reproducían su contenido gracias a un rayo láser. No comprendíamos la cantidad de energía eléctrica que se requería para el funcionamiento de tales aparatos, si necesitaban mantenimiento o si en lugar de la sala había que construir una especie de laboratorio. Y lo peor, para los que sobrevivimos como monolingües, el rumor crecía: sólo se fabricarán para escucharlos en idioma inglés.
La denominada generación “Y” —nacidos a partir de 1980 y habitantes de las urbes— no vivieron el universo monocromático donde la memoria se apreciaba tanto. Ahora la diversidad de materiales, la producción de la cultura urbana ya ni siquiera exige quemar neuronas porque la actividad cerebral se empieza a sustituir por la de los ordenadores. Hace unos meses Gabriel Said escribía que el sinfín de artículos podría, más que ensanchar los horizontes culturales, quizá limitarlos; ay tanto para tan poco tiempo, apostillaba el escritor. Si lo que interesa se encuentra en la red, ¿para qué tomarse la molestia de copiarlo? Y si las copias son tan baratas, ¿por qué no tomarse la delicadeza de entrar a un mercadito y surtir las preferencias musicales y las fílmicas? Es delito, por supuesto... pero quien se enfrenta a la tentación de llevar veinte discos al precio de uno jamás se detendrá a pensar si lesiona a la economía o pasará un buen rato.
Operativos van y vienen. Se decomisan tantos miles de discos ilícitos pero siempre, uno o dos días anteriores a la incursión de la fuerza pública en los negocios que distribuyen “piratería”, las ofertas no se hacen esperar. Si un DVD con lo más reciente de Hollywood alcanza los veinticinco pesos, previo al decomiso de venden a dos copias por treinta y por si fuera poco, garantizados. Queda otra pregunta, ¿el comercio informal goza de la protección de una buena adivina o cómo se enteran de esas “limpias” que tanto gustan de presumir los noticieros?¿Amuletos, suerte o meras coincidencias?