miércoles, septiembre 21, 2005

Brevedad


Rapidez. Vértigo. Relámpago. Segundos. Decir: “ya” es como asistir a la música, rápida y transmisora de urgencias como la compuesta por Bela Bartok. O quizá en el fondo Chopin quien, con su Vals del minuto, pretendía retar a que las falanges largas y escurridizas se deslizaran con la delicadeza que exige cualquier prontitud, allí saltando los dedos, golpeando con fuerza las teclas blancas y negras para que los martillos hicieran lo suyo contra las cuerdas y cual milagro de la existencia, emergieran las melodía que embriagan los sentidos. Parece un reto fácil de escribirse, no soy pianista y mucho menos entiendo de la notación en el pentagrama, que a la primera usanza de “escribir la música” surgió con un monje que enseñaba que los dedos de la mano y los espacios que separan a cada uno, corresponden a una nota: mi/ sol/ si/ re/ fa; fa/ la/ do/ mi.
Ejecutar o practicar cualquier forma de arte sugiere habilidades que van mucho más allá de la simpleza de imaginarse a una musa o musaraña que exige del hombre o la mujer empecinados en la creación alguna suerte de inmolación para que el acto tenga sentido. Esa fue una receta de la burguesía desenfadada del siglo XIX, cuando por constante tenían la triada: un amor imposible, una enfermedad incurable y una patria en guerra. Una zarandaja, eso fue; porque el señorito Chopin y amigos se daban el lujo de la tuberculosis, esa preciosísima enfermedad que significaba el umbral de la muerte y la inutilidad, y ante aquellos designios no había más que orillar a que el espíritu se expresara mediante el último suspiro o la desagradable halitosis que, como buen augurio de consunción, acompañaba al afectado. Pero de aquellos maniacos que se regodeaban del mal pulmonar o de los que preferían consumir sus neuronas con los efectos del hada verde (el licor de ajenjo) o la sífilis; pues ni dudarlo: surgieron producciones maravillosas.
Pero en cualquier época y bajo cualquier signo, no ha existido mejor fuente de inspiración que dos cosas: la vida misma —grosera, hermosa, rutinaria, sorprendente,— y con toda obviedad, la práctica constante. La música proviene de la música que se ha compuesto antes, de lo contrario no tendríamos manera de explicarnos las vanguardias, o los rompimientos o las fracturas o las coyunturas. De la misma forma, la literatura viene de la literatura. Decía nuestro legendario Juan Rulfo que uno tiene que venir forzosamente de algo, de alguien, que quien negara su abrevadero era, como decimos en México: “un hijo de la chingada.” Y Miguel de Cervantes y Saavedra, con términos de mayor elegancia, por aquello de la Inquisición, explicaba que “un escritor es sus libros.”