miércoles, septiembre 28, 2005

El merolico


Su cabello estaba teñido de un negro que ante la cegadora luz solar daba un resplandor azulado, usaba guayabera, pantalones vaqueros y zapatos tenis. Un vendedor poco usual que sabía combinar, cierto, un vago dejo de rancia presencia y un airecillo de modernidad o de querer andar cómodo por las callejuelas adyacentes al mercado central. Nada extraño en su indumentaria y menos lo eran sus artículos de trabajo: una ajada maleta de trapo, bien provista de correas y un pesado cajón de madera que una vez dispuesto sobre el suelo hacía la función de mesa de trabajo gracias a unas patas de las que llamamos “de tijera”.
Aquel hombre —no mayor de sesenta años— comenzó a palmear con fuerza y su voz ronca dejó emitir los primeros gruñidos que a no ser por el molesto ruido que provenía de un puesto cuya última novedad era presumir la existencia de un disco de cumbias, se hubiera comprendido el: “Acérquense, señoras y señores, acérquense que ya vamos a empezar”. En cuestión de pocos minutos aquella figura contrahecha había logrado reunir, entre amas de casa que compraban verduras y otros curiosos, a unas veinte personas. El público se movía con presteza a fin de alcanzar un lugar visible. Quién sabe cuál era la diferencia de su ensalmo, pero entre “señora y señores” y un carrasposo “damas y caballeros” dio inicio a su función de circo ambulante, de carpa tan entrada en crisis que únicamente presume a un solo actor.
Sus manos se escurrieron para deshacer los nudos que aseguraban la maleta de trapo. Algunas sacudidas y la cabeza de una adormilada serpiente asomó por uno de los extremos. “La verdadera víbora de la selva virgen, aquí la tienen ustedes; esta maravilla de la naturaleza que los laboratorios alemanes compran, escúchenme bien, cada ejemplar en la suma de dos mil dólares”. (Si él estaba o no al tanto de que los laboratorios deben comerciar aquello en euros, era cosa que no le importaba y mucho menos a su fascinado público). La serpiente se desperezó y comenzó a reptar sobre el pavimento caliente; uno de los curiosos intentó azuzarla con el pie mas aquel hombre previno sobre una mordedura que podría resultar fatal. “Así como la ven, este animal es peligrosísimo en su hábitat; pero hoy, sólo por hoy, ustedes pueden verla antes de que los extranjeros se las lleven a todas”. Después hurgó en la maleta y extrajo unas tenazas con las que manipuló a la desafortunada maravilla.
Tras hacer algunas demostraciones y hablar sobre las ventajas curativas que se obtenían del veneno de aquella especie, explicó que gracias a un espía —infiltrado en los laboratorios alemanes— los mexicanos teníamos la fórmula del ungüento capaz de desinflamar articulaciones, de aliviar cólicos de niños y señoras (¿tendría eficacia sobre las barrigas de los infantes y los ovarios?), de evitar el enfriamiento de la vejiga. “Y si el niño despierta meado hasta las orejas, no le pegue, señora, no le diga chamaco cochino. Póngale un poco de ungüento en el vientre y dormirá como angelito”. El menjurje lo aliviaba casi todo... “El reuma y las contracciones musculares”.
“A ver reinita de mi corazón” le dijo a una mujer que lo miraba con sorpresa. “¿No se cansa del peso de las bolsas del mandado? ¿No le anochece y ya no tiene ganas ni de mirar las novelas? Venga para acá y déjeme untarle un poco de este ungüento” la mujer obedeció y se dejó practicar el remedio en ambas muñecas. Al cabo de unos minutos declaraba que se sentía mejor. El hombrecito —¿he dicho que no medía más de un metro con cincuenta centímetros?— guardó a la serpiente y después extrajo su billetera para mostrar a sus “pacientes” que él no hacía aquello por dinero, contó algunos billetes de veinte pesos y a la mujer que le había servido de cobaya le regaló uno. “Usted no se va a negar a recibir este regalo, el dinero va y viene, reinita. Pero si yo le digo que un frasco del ungüento vale más que eso —se refería al billete— usted estaría dispuesta a darme el triple por una muestra”. La atontada mujer asentía y el murmullo de aprobación era general. “La salud no tiene precio”.
“Y sólo por este día yo le voy a regalar, a obsequiar, señor y señora, dos frascos por sólo treinta pesos y este dinero no es para mí sino que servirá para que nuestros científicos mexicanos continúen sus investigaciones”. Abrió el cajón de madera y al grito de “Esto no lo hace ni el doctor Simi” vendió no menos de cuarenta tarros.