jueves, septiembre 29, 2005
Entre plumas y carabinas
Al momento de petrificarse mediante la palabra impresa, la guerra civil mexicana, llamada pomposamente “revolución”, ha cosechado tantos mitos como deslices. Ni se diga cuando los gobiernos trataron de inmortalizar a sus héroes en bronce o sustituyendo los nombres de las calles (Amargura, Del ganado, Belén, etcétera) por un Álvaro Obregón, Francisco I. Madero, Venustiano Carranza... o tildar a los recién construidos edificios educativos de etiquetas patrias. O la imaginería popular, que gracias a la cinematografía mexicana se ha encargado de pensar a una diva con síndrome de protagonismo continuo, como María Félix, descalza y rebozo atado siguiendo al hombre de su vida... un macho bigotudo que de saltear caminos y robar vacas se convertía en general de un ejército tan improvisado como su preparación militar.
A la revolución mexicana se debe el México contemporáneo. Como todo proceso histórico, es el que antecede a la actualidad el que más debe estudiarse, pues de él derivan las consecuencias inmediatas que sufre el país. La necesidad de una revalorización de sus derroteros es urgente para que las verdaderas cúpulas en el poder decidan con acierto el rumbo económico, político y social de una nación que amenaza con resquebrajarse. Los acontecimientos de 1910 pillaron a un gobierno que regía sobre una mayoría sumida en el analfabetismo (75% de la población) y enfrentaron sólo a una minoría que vivía en las ciudades. La pobreza confinada a los cinturones de miseria —las periferias citadinas— se registran a partir de la década de 1940, cuando los intentos por industrializar la economía requieren la mano de obra en las ciudades y no en los centros textiles del Porfiriato, o los mineros de la Colonia.
Así, la pobreza más recrudecida en México la crean los hijastros de la misma revolución, aquella a la convoca desde su ratonera en San Louis Missouri un romántico Pancho Madero y cuyos ideales apoyaría la burguesía nacional. Golpe de estado de Victoriano Huerta al nuevo régimen que sólo alcanzó hacer la pantomima de la transformación política... Si la construcción del mito independiente fue edificada por la clase ilustrada y criolla del bajío mexicano, la gesta inverosímil del siglo veinte fue apuntalada por la clase industriosa y despiadada del norte.
Igual hubo de intrigas en la formación nacional del siglo diecinueve que el veinte. En un periodo de sesenta años se registran cincuenta y tantos presidentes de la república. Los cañonazos sustituyen en el menor de los casos las diferencias; desde su libertad de la corona española, México ni es tan aguerrido ni tan bárbaro. A los movimientos que han devenido en mares sanguinolentos los justifican pasiones locales que de sangrientas pasan a los catálogos de historia ... Barbarie sí, pero en las mesas de negociación de las potencias estadounidenses o alemanas que como jugadas al ajedrez situaban a sus peones mexicanos en la línea de batalla. Claro, ¿por qué razón no arriesgar la nada cuando se puede ganar todo? En México del siglo veintiuno el terreno es muy propicio: setenta y cinco por ciento en la pobreza, la mayoría alfabetizada apostando el resto de su educación ante la pantalla del televisor y las juventudes más ignorantes que siempre, pero conscientes del prángana a quien el gran hermano expulsa el siguiente fin de semana y otros encandilados por los esponsales del príncipe Borbón. Sin lágrimas ni preocupaciones, que entre muchas cosas los mexicanos sabemos reproducirnos y sobrarán demasiados hacinamientos para que luzcan los bustos fundidos en bronce, nombres para las nuevas escuelas de cartón-piedra y ojos, millones, que veneren a sus artistas favoritos en la pantalla.