viernes, septiembre 30, 2005

Golpes de suerte


Mozart era un niño prodigioso que ejecutaba su arte frente a las cortes europeas de su época... su fama trascendía cuando apenas diez años coronaban su aureola; sin duda que había un derroche de talento pero también ocupaba un sitio en el lugar indicado. Si murió pobre y sus últimos años los pasó mendigando fue porque entre sus caprichos de genialidad nunca aceptó los puestos vacantes para los compositores de su tiempo: maestro de capilla. El joven Wolfgang Amadeus jamás tuvo a bien dedicarse a otra actividad que la música. Murió enfermo y sus despojos fueron a dar a la fosa común; en su mesa de trabajo quedaron inconclusas algunas partituras. Por supuesto que su legado a la cultura se ha convertido en indispensable y el desarrollo del hombre no puede comprenderse sin las piezas, conciertos y sinfonías compuestos por aquel terrible enfant.
Sor Juana Inés de la Cruz, la décima musa, era una monja jerónima a quien no le iba mal de todo. Para quejarse de la incomprensión de los hombres, de su necedad y retratar en jocosas décimas las concupiscencias de su contexto no se le iba precisamente el tiempo en preparar jamoncillos, galletas o rompope. Era una religiosa que dedicaba su vida al estudio... pocos en la Nueva España tenían la oportunidad de acceder a los libros prohibidos a las mujeres y a los hombres. Juana de Asbaje gozaba de la protección virreinal; tenía a su lado a una esclava negra de quien aprendió algunos vocablos africanos que incluye en su poesía; también gozaba de una mandadera indígena que a su vez le transmitió palabras que aún perduran en los villancicos. “Aquella monja a la que tantos maldecían” (como la llamó en uno de sus frenesíes de locura Pita Amor) fue tan arrebatada que la dura sociedad colonial le permitió un carteo público donde arremetía y desmentía al obispo de Puebla.
Octavio Paz, el primero de los mayores poetas del siglo XX mexicano fue uno de los favoritos de Alfonso Reyes. El poderoso Alfonso Reyes fue promotor y tutor de la intelectualidad nacional que definiría el pensamiento “cultista” de este país; era hijo del general Bernardo Reyes, brazo derecho del presidente y dictador Porfirio Díaz. Paz llega a Reyes por la amistad de sus familias y claro, porque le interesaba el conocimiento humanístico; ambos, maestro y alumno tenían las horas para aprender francés, inglés, italiano, alemán, latín y griego. Tenían el dinero para cruzar el océano y pisar la vieja Europa, donde constatarían sus conocimientos. Tuvieron al alcance los mejores profesores y triunfaron en un occidente al que no pedían nada.
Enrique Krauze, ingeniero metido a lector profundo, cursa el programa de doctorado en Historia en el Colegio de México, que antes de recibir el mote nacional se llamaba “Casa de España en México”. Reyes y Paz eran los santones o el alma que inspiraba las funciones de tan poderosa institución educativa. Cuando se verifican los funerales de Alfonso Reyes, Paz está desconsolado en el cementerio, Kruaze, un alumno brillante, tiene el honor de leer una especie de nota elegiaca donde ensalza la obra del “maestro”. Don Octavio queda tan conmovido que invita al ingeniero a sumarse al equipo de la revista Vuelta, el órgano de la intelectualidad mexicana, donde no escribía, ni por descuido, la intelligentsia nacional.
¿Fue primero el huevo o la gallina?