lunes, octubre 10, 2005

Adolescentes que invierten


Los proverbios, por muy añejos que sean, cumplen su función de sintetizarnos al mundo si explican en unas cuantas palabras un cometido directo, sensato, que obviamente tenga relación con la vida cotidiana que transcurre. Los árabes (sabios en muchos sentidos) crearon un proverbio que se ajusta a cualquier temporalidad independientemente de la cultura y los grupos sociales: “El hombre se asemeja a su propio tiempo más que a sus padres”. Quizá de una manera rápida entendemos lo anterior como el mero cambio generacional o el consabido “choque”. Quiere decir que nos influyen y determinan los ambientes en los que solemos desenvolvernos pese a que los sociólogos repitan con gusto su lección sobre los roles.
La experiencia del mundo contemporáneo es la rapidez, la celeridad de los acontecimientos en las ciudades. Lo que está de moda bien pronto será reemplazado por algo tan fugaz como lo que se fue. Y bajo este panorama, el de lo vertiginoso, aún nos queda el tiempo para comenzar a preguntarnos sobre la permanencia de algunos modos culturales, sobre todo entre la población que no pasa los veinte años. Cualquier adulto que lo mire con detenimiento puede terminar con dolor de cabeza si trata de imaginar los futuros recuerdos que se supone —y se da por hecho, claro— tendrán en dos o más décadas los que serán los ciudadanos del mañana, por recurrir a un eufemismo. ¿Tendrán que ser lo suficientemente sabios como recordar todo lo que han consumido, lo que sus ojos han advertido, la cantidad de música desechable (de quita y pon) que ahora pueden guardar en un dispositivo electrónico?
El conflicto podría ser la inmediatez. Las nuevas generaciones no son directamente responsables de que su educación se esté confinando a que su única salvedad para la memoria sean los productos que les facilitan contenidos “virtuales”. Para ellos, “estar al día” no supone la actitud del coleccionista, no les significa ninguna paciencia primero para buscar y luego, para clasificar y atesorar. Invierten demasiado tiempo frente al ordenador, mirando programas de televisión, intercambiando contenidos electrónicos y quemando discos compactos —habría que sorprenderse si en el vocabulario de uno de ellos aparece la palabra acetato. La aparente modernidad en la que están insertos les exige apenas un leve ejercicio de la remembranza; el tiempo lo comprenden como un valioso bien que no puede desperdiciarse; al menos es una lección que a muchos nos constó entender. Y precisamente porque todo es inmediato y necesitan la semejanza con sus contemporáneos que reinciden con acierto en las pretensiones del imperio. ¿Para qué alternar sus ímpetus con una visión crítica hacia la expansión económica, el desmembramiento de las identidades nacionales y las transformaciones geopolíticas del mundo si la oferta artística y del ocio es tan, pero tan grande, que no alcanzaría una vida entera para abarcarla? La conciencia del mundo, la comprensión, no les abrirá las puertas necesarias para sentirse aceptados y después adoptados. Si el tiempo que gastan en un día, quebrándose la cabeza para entender el juego de moda o tratando de memorizar los nombres de los ídolos, ese tiempo, de un solo día, lo trocaran por abrir una revista de divulgación —ya no digamos un libro— acaso les maravillaría porque se darían cuenta que el mundo es redondo, amplio, variado, rico, humano y natural y que no cabe, por más que se le quiera, en la pantalla de un ordenador.