martes, octubre 11, 2005
El descubrimiento de Olegario
La escuela primaria de religiosas en que estudia Olegario, nombre ficticio por no escribir Damián, organizó un anhelado viaje de estudios a la ciudad de México; perversa, temida y preciosa ciudad de los palacios. Olegario, al igual que sus compañeros, vendió golosinas y cromos de los luchadores de moda para hacerse de ahorros. Imaginó que conocería el Museo de Cera y las ruinas de Teotihuacan tan próximas como ir de su casa al estanquillo de la esquina. Hizo planes, rutas y mapas, trazos que le permitieran aprovechar al máximo aquella salida que, sería la segunda de largo alcance en lo que sus once años le permitían.
Desde que abordó el autobús para situarse en el asiento creyó imposible que en las cinco horas de trayecto pegara un ojo. A los treinta minutos de emprendido el viaje comenzó a preguntarse si podría ver el lugar donde el águila devoraba a la serpiente y si en el museo observaría la piedra donde se estrelló el cuerpo del heroico niño que antes prefirió la muerte a entregar su bandera a la tropa invasora. Y su mente infantil recreaba decenas de episodios de la historia nacional que tenían guiso en la ciudad de México. Que si los zapatistas (los de principios del siglo veinte) entraron arrastrando sus huaraches y cubriéndose de los rayos solares con sus sombrerotes y si era verdad que a su salida habían robado las líneas del telégrafo, dizque para con el metal de los cables, fabricar balas. ¿Y era cierto que en el paseo de la Alameda caminaban en las tardes de domingo todos los héroes y truhanes que se miraban en la portada del libro de historia, de aquel mural pintado por el barrigón de Diego Rivera? Mas todas aquellas estampas no hicieron otra cosa que adormilarlo.
A eso de las nueve y minutos las vocecitas de sus compañeros lo despertaron. El autobús sorteaba una larga fila para encontrar acomodo en uno de los estacionamientos del sitio arqueológico de Teotihuacan. Olegario se desperezó y mientras sus regordetas manos trataban de acomodar el remolino de sus cabellos, sintió en la boca la sequedad y por largo rato estuvo añorando el tazón de leche tibia en que remojaba las cinco piezas de pan dulce que eran su habitual desayuno. Pero allí no estaba mamita sino la monja-profesora que ya los apuraba a bajar y guardar un orden casi marcial.
Olegario quedó boquiabierto cuando sus zapatos tenis fueron andando sobre la Calzada de los Muertos. “Fíjense en la grandeza de nuestros antepasados, que aquí se pelearon contra los españoles, quienes trajeron la verdadera religión”, y en lo que persignaba, dijo la profesora a los treinta pequeños que avanzaban formados en dos hileras. Y tras una fabulosa enramada de mentiras les permitió subir a la pirámide del sol, en cuya cima los niños escucharon decir a un anciano que allí, justo allí, decía la tradición que los dioses se habían reunido para crear al quinto sol... y que la deidad más insignificante sangró sus miembros para ofrendarse arrojándose a una hoguera de la que emergió el astro rey.
—Vámonos, Olegario, que el viejo está diciendo que diosito se sangró el “ese”— le dijo su amigo Rubén.
Tras soportar la aridez de la tierra y la crueldad del sol nahua, Olegario y sus compañeros subieron al autobús para dirigirse a la ciudad, la gran capital azteca. Quizá en el Museo de cera disfrutarían de algo más que piedras y con suerte no escucharían al viejo loco que ignoraba lo incuestionable: Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, se llamó Adán y de su costilla crearon a Eva, la culpable del pecado original.