viernes, octubre 07, 2005

Palabras nuevas


No existe mayor cetro y corona sobre la decisión del lenguaje que sus hablantes. Para el español —porque “castellano” era el hablado en la Castilla de la época de Cristóbal Colón— del que somos practicantes o usuarios tan sólo cuatrocientos millones de almas, las diferencias geográficas se transforman también en lingüísticas.
Es pertinente siempre que se acude al vericueto de la lengua un ejemplo anodino pero eficaz: ubique usted en el ascensor de un rascacielos a un argentino de Córdoba, un colombiano de Medellín, un guatemalteco de Antigua, un cubano de La Habana, un defeño de México y para colmar el caldo del plato, a un andaluz. Ahora, justo entre el piso dieciocho y diecinueve se verifica una falla mecánica y se atasca... es de suponer que no hay mayor emergencia que el percance descrito. Seguido, póngalos de acuerdo para requerir auxilio. Ante una situación de alerta las convenciones de la lengua son ineficaces, sintaxis y demás linduras no cumplen su función real, quedan constreñidas al territorio vernáculo. Para resumir, si cada uno de los seis se obstina en la necedad de emplear sus vocablos regionales jamás llegarán a tomar un acuerdo. Para ello se acude, necesariamente, a los consensos. Pito, pilín, rabo, pija, picha, polla, güigüi y tantas etiquetas, aterriza su acuerdo en “pene”; por dar un ejemplo.
Los acuerdos de la lengua muestran su aplicación inmediata en los diccionarios publicados por las academias o bien por autoridades reconocidas en el campo de la filología. Pero el trasiego para que una palabra se “autorice” y posteriormente se incluya en un catálogo de la lengua es un camino de torturas. No obstante, con ciencia o sin ella, es el hablante quien decide el empleo de los vocablos. Que esto no exenta verdaderas aberraciones producto de una pésima formación escolar, la docta ignorancia o la solución fácil para nominar. Por ello tantos remilgos de las academias, sobre todo de la Española, que funge como árbitro y cancerbero del idioma. El problema de aceptar al vapor cualquier giro lingüístico deriva de las modas y mentalidades; la palabra “wey”, que por desfalco de las juventudes urbanas ha perdido hasta la “b” carecerá de valor, con toda seguridad, hasta que las nuevas generaciones la desplacen por otra que se acomode más al contexto. Chico (a), chava (o) carecen de la fuerza que entre los hispano parlantes de la década de los setenta y ochenta cobraba mayor auge. Cualquier palabra novedosa responde a las exigencias de su tiempo. Pero eso de inventarlas porque suena bien, chusco o es más rápido, se transforma en un calvario. ¿Hasta dónde se valida tramitología cuando se debe emplear un poco más saliva al usar: “exceso de trámites” o bien “trámites engorrosos”? Similar el caso para el deleznable caso de “traumatizar”. He escuchado de mis alumnos: “No pude acabar el examen porque ya estaba traumatizado por el tiempo”. ¿Quiere decir que el dios Cronos se ha venido de bruces desde el Olimpo y de menos se ha roto la clavícula y dos costillas? Porque igual Cronos arremetió contra el pobre discípulo y de la tunda le ha fragmentado el cráneo. En el último de los casos quizá el joven se refería a “trauma” en su connotación sicológica. Los calcos erróneos del inglés en el idioma español son cada vez más frecuentes, los pésimos servicios de traducción o traslación en los filmes conducen a un siniestro deterioro del lenguaje materno. Pero como las palabras galopan, se transmiten de boca en boca, ocurre algo semejante a la gripe, el contagio es inmediato. Hoy me horrorizó leer en un avance informativo que “La excesiva tramitología... bla, bla, bla... pero la tarde del domingo me ruborizaba cuando un corrector literario me echó en cara un absurdo en uno de mis textos para teatro: “Él camina en círculo alrededor de la circunferencia”. Lo dicho, a estas alturas del edificio de Babel ni Dios padre salva de quedarse atrapado en el ascensor.