jueves, octubre 06, 2005
La mirada de Claudio Linati
Hay un libro bellísimo que se publicó la primera vez en Bélgica, hacia 1828. Se titula Costumbres civiles, militares y religiosas de México; era uno de los primeros álbumes que circulaban para mostrar al resto del mundo cómo eran las personas que habitaban el recién formado país que hacía pocos años aún se llamaba Nueva España. No había fotografía, ese endemoniado artefacto que hace posible expandir nuestro conocimiento del mundo y por lo tanto, los artistas que tenían la habilidad del dibujo rápido —no del óleo sosegado y serio— tuvieron un buen empleo... los litógrafos.
El italiano Claudio Linati era uno de ellos, de hecho fue quien introdujo la técnica a este país (en 1826) y cuando lo corrieron de México por andar metiéndose en asuntos más políticos que artísticos, aprovechó su estancia europea para composición del libro referido anteriormente. Se trata de un verdadero catálogo de costumbres de la primera mitad del siglo XIX y sus imágenes han servido para ilustrar no menos de un centenar de materiales que tratan la vida cotidiana de esa época.
A diferencia de quienes se empecinan en ver en el trabajo de Linati una cuestión estética, habrá que anotar sus aficiones políticas y claro, económicas. Cuando llega al país se instala en la ciudad de México, funda el primer taller litográfico y un semanario, “El iris”. Esto permite un trabajo de reprografía que avanza más rápido que la técnica de grabado en placas de metal y por consabido, la difusión de las imágenes. Y en esa revistita el señor Linati comienza a politizar y a crear polémicas, su dibujo titulado “Tiranía” le depara una temporada de vacaciones a su Europa natal.
Ahora bien, Costumbres civiles, militares y religiosas de México es un libro sobre mexicanos, pero que no se difunde en este país, en sus primeros tirajes. Se trataba de mostrar una suerte de radiografía de una población que estaba recién independizada de aquella monarquía anquilosada y sifilítica, que estaba libre del yugo español y que si no se le colonizaba adecuadamente, caería en la anarquía, como el resto de las que habían sido las posesiones españoles en América. Es decir, el proyecto final no era mostrar lo pintoresco de una población sino las “posibilidades”, la potencia de una población a la que hacía falta organizarla y ponerla a trabajar, para producir bien y más a sus futuros patrones. El libro es un inventario de la tipología mexicana, vista por un extranjero.
Del aguador, una figura imprescindible para el México urbanizado de entonces, escribió a un lado de la estampa: “Todos los pueblos ofrecen algunas costumbres más o menos inexplicables, ora por su incomodidad, ora por su extrañeza. El aguador de México es uno de los personajes que más impresionan los ojos del extranjero: apenas se concibe cómo, para llevar 50 libras de agua, no se haya encontrado otro medio que meterla en una olla de barro casi tan pesada como su contenido, cuya forma esferoide concentra su peso en un solo punto.”
El lector de hoy comprenderá que no se trataba precisamente de un libro para viajes o que promoviera el turismo. Pero en caso de querernos poner románticos, pues hay una estampa bellísima, “las tortilleras” que muestra a dos mujeres radiantes, de un moreno criollo, una de ellas trabaja la molienda del maíz para formar la masa, fricciona la piedra del metate y enseña sus tetas al aire. La otra palmea la masa para colocar la tortilla cruda sobre un comal que se encuentra en el suelo.