viernes, octubre 28, 2005

Esa incómoda inspiración


El otro día, en aquellas sabrosas pero infructíferas charlas de café, el tema de la inspiración salió a flote... Y a estas alturas yo no entiendo muy bien aquello de las musas y las musarañas, siempre he dicho que los creadores debemos comprender que lo nuestro es un oficio como cualquier otro, con sus claves, con sus bemoles. Pero como aquella plática se comenzó a animar con unos vasitos de Campari y esa amargura exaltó los ánimos y no las agruras, cada quien defendió sus posturas con aquello de memoria que las neuronas permitieron; esgrimimos desde san Juan de la Cruz hasta la aridez de Roland Barthes.
Y ahora no voy a continuar con mis conjeturas. Me encontré con algo parecido a la definición de la “inspiración” y si existe, en todo caso semeja a lo que escribió la brasileña Clarice Lispector, en una magnífica novela titulada Aprendizaje o el libro de los placeres. Escrita en 1969, la editorial Siruela se ha encargado de traducir, del portugués al español, esta magnífica obra de una mujer a la que a veces suelo llamar con una frase muy larga: “como una a la que impiden tener su propia desgracia” (esto lo tomé de uno de sus cuentos). La novela, como todo lo que ha escrito Lispector, es un desasosiego impresionante y las siguientes líneas reproducen ese respiro que me parece una sensación parecida a los momentos cumbres de cualquier existencia...
“Sólo dio un mordisco y dejó la manzana en la mesa. Porque alguna cosa desconocida estaba suavemente ocurriendo. Era el comienzo —de un estado de gracia.
Sólo quien ya hubiera estado en estado de gracia podría reconocer lo que ella sentía. No se trataba de una inspiración, era una gracia especial que tantas veces sucedía a los que trabajaban con arte.
El estado de gracia en que estaba no era utilizado para nada. Era como si viniese tan sólo para que se supiera que realmente uno existía. En ese estado, además de la tranquila felicidad que irradiaba de las personas recordadas y de las cosas, había una lucidez que Lori llamaba leve porque en el estado de gracia todo era tan, tan leve. Era una lucidez de quien no adivinaba más: sin esfuerzo, sabe. Tan sólo esto: sabe. Que no le preguntaran qué, pues sólo podía responder de la misma manera infantil: sin esfuerzo, se sabe.
Y había una bienaventuranza física que a nada se podía comparar. El cuerpo se transformaba en un don. Y ella sentía que era un don porque estaba probando, de una fuente directa, la dádiva indudable de existir materialmente.
En ese estado de gracia, se veía la profunda belleza, antes inalcanzable, de otra persona. Todo, por otra parte, ganaba una especie de nimbo que no era imaginario: venía del esplendor de la irradiación casi matemática de las cosas y de las personas. Se pasaba a sentir que todo lo que existe —persona o cosa— respiraba y exhalaba una especie de finísimo resplandor de energía. Esta energía es la verdad más grande del mundo y es impalpable.
No de lejos Lori podía imaginar lo que debía de ser el estado de gracia de los santos. Aquel estado jamás lo había conocido y no siquiera conseguía adivinarlo. Lo que le sucedía era apenas el estado de gracia de una persona común que de pronto se vuelve real, porque es común y humana y reconocible y tiene ojos y oídos para ver y oír”.
Y si esto no se aproxima a la “inspiración” entonces todo lo comprendo al revés.