jueves, octubre 27, 2005

Partidos o ¿quebrados?


Durante los albores de la independencia mexicana, en el siglo XIX, las únicas instituciones que aseguraban una más o menos depurada transición de poderes en la presidencia de la República fueron las logias masónicas: yorkinos y escoceses. Mientras que fungían como el antecedente a los “partidos políticos” su bando se dividió entre liberales y conservadores y como los proyectos del rumbo de la nación aún estaban en vilo, ora ganaba el militar de un bando amanecía México conservador y ora ya era liberal el asunto. Para el arribo al poder del general Porfirio Díaz —aún héroe de la mitomanía aristócrata del centro, que se resume en la ciudad de México y alrededores— o en una lectura de cifras, el país llevaba apenas sesenta y tantos de vida “independiente” y cuarenta y tantas nalgas habían pasado por la silla presidencial. A quienes les agradan los cálculos podrán deducir que hubo periodos con duración de hasta un día.
La política, aunque debe su fundación a la obra cumbre de Nicolás Maquiavelo, no entra como ciencia social hasta muy entrado el siglo XVIII, con las ideas renovadoras del periodo histórico y cultural conocido como La Ilustración. A los necios se les va en defender la Enciclopedia de Diderot, pero los autores católicos que estaban a favor de la cerrazón ante la ciencia hicieron a la par una obra aún mejor documentada que la del francés. En la América de las Reformas Borbónicas (finales del XVIII y principios del XIX) los cuervos del soldadito Loyola o la Compañía de Jesús acompaña la supuesta inspiración para lo que serían las constituciones nacionales de cada país que se formaría con la ruptura de la Metrópoli Ibérica. A excepción de México.
Y achacar que la injerencia de la mentalidad jesuita en los textos fundacionales del resto de los países latinoamericanos fue mejor que la de México, es un error. Pues no se registró nación de origen hispanoamericano que durante el siglo XIX e incluso parte del XX estuviera exenta de golpes militares y desacuerdos y abusos y demagogias. Lo que constata que no era por motivos de injerencia exterior, sino la falta de consenso al interior del sistema de gobierno que se originó en cada nación. Como siempre, aunque se provenía de la herencia occidental, las “recetas” de la Europa moderna no tuvieron cabida en las naciones del continente que después reclamarían los norteamericanos con su doctrina Monroe.
De tal forma, el sistema bipartidista que algunos comienzan a entrever para México (socialdemocracia con tintes cristianos y derecha) es parte de la aspirina que tiene oportunidad de aliviar los dolores de cabeza, pero no de sanar un cuerpo gangrenado. Pero aceptarlo no es duro, adoptarlo es lo intrincado, porque sugiere que la política deje de ser un buen negocio.