miércoles, octubre 26, 2005

Futuros reporteros


En días pasados tuve la oportunidad de charlar con estudiantes de una escuela de Ciencias de la comunicación, situada en los alrededores de la ciudad de Xalapa, en medio de un bosque, lejos del mundanal ruido y de las calles de la capital veracruzana hechas pedazos, pues uno se lleva la idea que allí estudian mejor. Y como la experiencia me ha demostrado y persuadido de no escribir discursos porque al público le disgusta asistir a un auditorio para escuchar leer a alguien durante cincuenta minutos, me limité a preparar una escaleta. El listado era quizá pedante y ambicioso, Periodismo cultural y suplementos no es un tema que se agote en un semestre, menos en una hora.
El trago amargo de saberme en un monólogo pasó casi de inmediato. Al final, como siempre sucede en aquellos numeritos, las preguntas de los alumnos fueron más interesantes que la retahíla de frases, lugares comunes y sarcasmos que llevaba en la manga de la camisa. La preocupación de los jóvenes es obvia, porque se enfrentan al restringido mundo de los discursos audiovisuales y esto del periodismo escrito o el de “investigación” como que de plano les da hueva. Uno siempre acude al salvavidas de la lectura, les recomienda leer y mucho, informarse y posiblemente esto no les brindará ninguna respuesta, al contrario, aumentará sus dudas. Pero un reportero sin dudas es, pienso, como una teibolera sin algún atributo físico. Por la magnitud de este oficio, uno no está para dar respuestas, sino precisamente para reportar lo que dicen quienes deben responder o en todo caso para echar el famoso “trompo a la uña”. O como dice Milán Kundera, la libertad del que contesta se encadena cuando una pregunta le hace titubear.
Por supuesto, la escaleta no se concluyó. Yo me quedé a medias tintas y luego de atender a dos o tres jóvenes que se aproximaron al final pensé en la probable exageración a la que llegamos quienes animamos al estudio. Atiborramos de lecturas, recomendamos autores a diestra y siniestra y lo peor, queremos que un muchachito de 19 años nos lleve el ritmo de “competencias comunicativas” y suponemos que han visto todo el cine de arte, que tratan de asistir a los conciertos de orquestas sinfónicas, que compran de menos un libro al mes, que prefieren sacrificar una blusa de moda y un perfume por largarse a la ciudad de México y asistir a las exposiciones temporales de los museos. Qué hueva les damos los profesores; bien por la amplificación de nuestras expectativas con respecto a su formación o bien por las contradicciones que les representamos.
“Pero es que date cuenta, a eso están los nenes” me decía la escritora Baricco mientras le explicaba mis disquisiciones y esperábamos a que una muchachita trajera hasta la mesa de un bucólico establecimiento su lechero y mi expreso cortado. Es cierto, y durante la charla les comenté que ahora es más sencillo mantenerse informado, porque gracias a la Internet —la mayoría de los universitarios son usuarios comunes del servicio— es posible acceder a las versiones digitales de los medios más importantes. Qué demonios, a esa edad las tentaciones están a la orden del día y quien se deja fascinar para ir paso a paso en los vericuetos del oficio, llegará, tarde o temprano, a leer, a educar su olfato. Claro, que apuesten fuerte en su inversión de tiempo y dinero y que también sepan disfrutar de los años universitarios, que son los mejores, donde el mundo se estrecha por besar todas las bocas y asistir a todos los partidos de fútbol.