lunes, octubre 31, 2005
Muertos que sonríen
Plegarias, veladoras, sahumerios, flores y alimentos; la esperanza preservada por los desposeídos de los misterios que guarda la casa que no tiene puertas ni ventanas, otra vez, como cada año, se deja transpirar por un México extenuado a causa de sus múltiples desgracias. Las catástrofes que ha provocado la naturaleza y la incondición humana para seguir viviendo como parte de la madre tierra, no bastan; tampoco amilana a este pueblo saberse regenteado por hombres y mujeres de la peor calaña; no lo detienen las huestes del narcotráfico, el absurdo cotilleo de su clase intelectual o la penosa migración que orilla a los desesperados a buscar el nuevo Aztlán, pero ahora en la frontera sur del vecino país del norte.
¿Quién detiene a una población que está conciente de sus propias calamidades y que pese a ello soporta la permanencia de sus tradiciones? Aquí no hay cabida para decirle hurras al bombardeo mediático con que los ilusionistas de la televisión pretenden hacernos creer en un país de colores, de magias y donde la muerte, doña Catrina o esa pinche huesuda nos pela los dientes. Aquí abajo, en este susurro que de tan colectivo se convierte en gritos no hace falta que las autoridades y los culturosos se desgañiten para declarar que defienden la esencia precolombina y criolla que es raíz fundamental e inamovible de la de la cultura que da origen a la cultura popular.
Sólo a las oficinas de prensa que ventilan sin empacho la parte bonita de la vida pública y a los reporteros de esas fuentes nos importa el sonsonete de cada año: que el señor perengano inaugura la muestra de altares de vida, la defensa de nuestras viejas mentalidades y todas esas noñerías. El funcionario acude porque es parte de su contrato y el reportero, pues también. A las personas que no tienen ni el interés ni la necesidad de salir en la foto, aquello de los altares que inundan con perfume de incienso y de cempatzuchitl los bien lustrados pisos de los recintos oficiales, pues no le hace falta. En casa, si es que acostumbran colocar la “ofrenda” tendrán guisos mejores o ajustados a su bolsillo y preferencia. El pueblo, con estudios o sin ellos, sabe que la muerte nos llegará a todos.
Los mexicanos podremos no asumir las contradicciones en que vivimos, pero las gozamos. Y esta seguridad total que es el miedo al dolor y a la muerte, esa herencia de supersticiones y nuestro ímpetu de festejar lo más posible, hace que con gobierno o sin él, aceptemos los mitos (esas preciosísimas malignidades que descansan en las mentiras más poéticas) y los recalquemos. Aquello sí es la verdadera identidad popular, ese mezclarse en las rebatingas del mercado o de las florerías, para conseguir el mejor precio; visitar los cementerios —que en lo personal yo considero que sólo hay huesos y monumentos— y hacer filas para conseguir agua y hacer de cuenta que ningún despojo humano está manchado por su conducta en la vida... estos signos son el verdadero misterio con que la vida honra su idea de la futura muerte.
¿Quién sabe si se trata de mentiras? Pero es tan agradable creer que hay días en que el velo que divide la zona de la vida por la de muerte, se cae, es invisible... caramba, es tan lindo como volver a pensar el amor o soñar que México se merece un futuro en el que a todos nos vaya bien.