martes, octubre 18, 2005

Otras dedicaciones


Altagracia, Jacqueline, Natasha, Paloma, Lucinda, Kaleph o vayan a saberse cuántos nombres se puso ella a lo largo del corto tiempo en que ejerció aquel oficio relativamente sencillo, cuyo requisito era llevar el teléfono móvil al cinto y por supuesto, encendido. Una peluca de tonos dorados y rojizos, la minifalda de piel que ponía al descubierto la base de las nalgas. Párpados sombreados de ocre y terracota, polvo de diamantina ligeramente adherido a los pómulos. Andar cadencioso, mas apresurado. Bastaba con venir del sur, ser de amplio criterio y tener la infinita calma para complacer a ebrios y maldicientes que por unos billetes la tenían, a treinta minutos del contacto, en los umbrales del hotel o domicilio. El resto era observar los máximos cuidados en la higiene, sabérselas de todas a todas en el uso de preservativos y acechar a la fortuna en caso de toparse con un setentón de vida resuelta que le propusiera algo más que una cana al aire.
Con la idea de conseguir la manera de pagarse la formación universitaria, conoció los recovecos de vida nocturna y humedeció sus labios desde el licor más pestilente hasta el fresquísimo espumoso que le invitaron. Tenía la gracia de bailar bien, desde improvisar el hip-hop tras darle una calada al porro hasta la salsa, caliente, pegajosa, sugerente. Después, en un hotel de nombre cualquiera, al ritmo de una cumbia irse desnudando. Y una que otra vez aceptar una filmación en vídeo que sería exhibido en la sala de un abuelo degenerado. Besar a una mujer también fue lo de menos, maquillarse de “payasita”, emplear disfraces... que las ideas alimentan a la imaginación y la imaginación nutre al torrente sanguíneo.
Pero la noche urgió más fuerza de trabajo que el día para estudiar. Así, en la espiral de comenzar la nueva vida “para mañana” se fue enrolando en la incomodidad diurna de las resacas sanadas con cerveza helada y comidas picantes. Después las dos horas en el gimnasio, para no desmerecer, que incluían cuarenta minutos de sauna y sesenta de aeróbicos, una ducha fría y el rostro listo para el maquillaje. Las piernas torneadas ya resarcidas del cansancio, listas para acribillarse con las zapatillas tacón de aguja. Pasar el resto de la tarde fumando cigarrillos mentolados, sentada en el café de siempre, con un capuchino ligero y una sonrisa que complacía a más de uno.
Ella fue la mujer que se mostró en las páginas electrónicas de un club swinger, aclarando que a vuelta de contacto acordarían lugar y fecha... para informar el precio. Porque a partir de que conociera el maltrato y la explotación de un vividor, prefirió descreer del amor y los romances, salir entonces a la vida con la vida adentro, sin intermediarios. Total, enferma de tristeza permanente, lo mismo daba esperar el timbre del móvil que un correo en el servidor. El destino se cumple, la infectó de VIH el amor, no su oficio. Ahora espera en el café de siempre y bajo la máscara de frivolidad, tiembla la osamenta de sus diecinueve años.