jueves, octubre 13, 2005

¿Qué estarán haciendo mis súbditos?


Madame Calderón de la Barca era en realidad Frances Erskine Inglis, nació en Edimburgo hacia 1802 y en una gala de Boston conoció al diplomático español Ángel Calderón de la Barca. Los pormenores de su vida interesan en la medida de atisbar que su esposo fue el primer embajador plenipotenciario de España en México durantes los convulsos años de 1839 a 1842. Exquisita e ilustrada, la mujer se dedica a cartearse con su hermana, radicada en Boston. Aquellas epístolas retratan su paso por un México de jovencísima independencia, confinado al anarquismo de la política interna y encarcelado en sus propias desdichas.
La historia de su libro La vida en México, durante una residencia de dos años en este país es probablemente una de las más interesantes de la literatura epistolar, un género de moda para el siglo XIX. Las cartas que envía Frances a Boston son de un carácter privado, al retornar a los Estados Unidos uno de sus amigos le sugiere que realice una selección de las epístolas más representativas, pero las menos íntimas, cincuenta y cuatro legajos caen en las manos del editor de Charles Dickens, que cosechaba los éxitos y triunfos en Inglaterra. El resultado fue un magnífico ejemplar de la visión privilegiada de una extranjera en el México decimonónico.
Como esposa de diplomático, esta mujer trata a los personajes mexicanos de la época, el tono de la descripción es bastante exhaustivo y las tradiciones, usos y costumbres permiten que el lector recree la vida cotidiana de aquel tiempo. Hasta la fecha, su libro es fuente a la que recurren historiadores, escritores y estudiosos que abordan el siglo XIX en México. Al grado que el prolífico Fernando de Paso, en Noticias del imperio, no se abstrae de un plagio absoluto, cínico, porque ni por aludido se da en citar la fuente. Que bueno, eso no le resta mérito alguno de compilador olvidadizo.
El pasaje detectado corresponde a una de las cartas, por supuesto, de Frances Ersinke. Ella comenta sobre el vicio tan mexicano de quemar pólvora mediante cohetes. En el país, la tradición de elaborar fuegos de artificio es amplia. Familias que suman generaciones se han dedicado al arte de la pirotecnia. La atención de la escocesa se fija, en su recorrido por una buena parte del país, que todos los pueblos a los que asiste tienen, en efecto, su iglesia y santo o virgen. Como es de suponer no queda ocioso el dicho de a que cada santo se le llega su fiesta. La autora comenta los festejos patronales y detalla que en todos a los que asiste, nunca faltan los ríos de pulque y los cohetes...
Sobre las andanzas pueblerinas, el embajador Calderón le comenta la anécdota que circulaba en la corte madrileña. Una mañana, el rey Fernando VII le inquiere a su chambelán, con mosto de nostalgia: “¿Qué estarán haciendo mis súbditos de Indias en este momento?” “A esta hora, majestad, bebiendo pulque y quemando cohetes”. Por la tarde, la pregunta del monarca se repite y la respuesta es la misma; a la noche incide y la respuesta no varía.
Independientemente de que a Madame Calderón de la Barca se le acusa, en los sectores más cuadrados de ser una necia que jamás comprendió aquello de los trapos mugrosos se lavan en casa, sus epístolas tienen vigencia en la medida que retrató, con pulso firme y mirada de águila, los vicios del alma mexicana.