martes, noviembre 22, 2005
Aproximaciones a un historista
Nunca le ha gustado que le llamen maestro y cuando algún despistado se lo aplica siempre responde con la misma broma: “Maestro era Cristo… y lo crucificaron”. Y seguido del desconcierto el anonadado puede dar por hecho que a su lado, siempre existe el peligro de que las cosas sean tomadas no muy en serio. Porque cuando en los pasillos de la escuela de Historia se escucha una carcajada fuera de todo lo común, es decir, una mezcla de algarabía, malicia e inteligencia, no queda una sola duda… se trata del académico que ha echado las artes de su lengua a un sujeto o a una situación que deben provocar risa, porque al profesor le encanta practicar el escarnio; de él no se libran los sabios, los imbéciles y los locos. Tampoco de él pueden librarse los alumnos que lleguen a compartir una de sus pasiones: la historia política, la filosofía, el fútbol, el café, los libros y ese gustillo que se impregna al paladar como un espeso caldo que recolecta el de la vida: las cosas más simples, las verdaderas cosas.
Si el académico o el profesor hubiera vivido en el tiempo de los Cervantes, los Tirsos, los Lopes e inquieto como es, seguramente le hubiera dado por la manía que a esa pléyade: coger la navaja para afilar la punta de una pluma de buitre, mojarla en la tinta y dar rienda suelta a las historias que formaron lo que ahora damos en llamar Siglo de Oro. Pero no, a él le tocó vivir su propio San Quintín con los movimientos estudiantiles de 1968… le correspondió la efervescencia del sueño comunista, de la izquierda mexicana, la caída del muro en 1989 y la permanencia de lo que para él son los cuestionados lastres partidistas y el barbón que juega a disfrazarse de Saturno en La Habana. Para ellos, el profesor siempre tiene palabras, guías, líneas de sosegado análisis y acaso una ligera sonrisa que le atraviesa el rostro… porque ante todo, es arrogante y tan devoto de su profesión que no se perdonaría decir barbaridades. Alguna vez, al calor de unos rones, me confesó: “Si yo no me dedicara a esto, pagaría con tal de que me escucharan”.
Y cuando fui su pupilo en las aulas, sus primeras palabras fueron para con la infección en la garganta que no lo dejaba fumar a gusto. “Buenas tardes, compañeros, si no me compongo tendré que ir a ver al doctor Cuervo, pero el de los tequilas” y la sonrisa de mis compañeros hizo un reverberante eco. Pero cuando aclaró que se trataba del curso llamado Filosofía de la historia, las risas decayeron y nos acostumbramos a lo que después solía llamarse: “la hora de los libros”…
Quizá hasta aquí llega la aproximación al hacedor de historias cómicas y al hombre empecinado en conservar la memoria, el tiempo y el espacio. Hasta aquí su actividad como un historista, porque si hay estilistas, futbolistas, periodistas, trapecistas… pues la Academia de la Lengua podría atreverse a permitirme el término. Porque él no escribe historia… lo conozco y creo que si lo obligaran, terminaría antes como un novelista, de vuelta con los “istas” de los oficios y profesiones. Él la transmite y como jamás le ha dado por engañar al prójimo, entonces no encuentro manera de llamarle, político, por ejemplo.
Si el historista queda líneas atrás, el hombre que es no puede quedarse en dos cuartillas, en cien. Antes que un profesor, que un académico, que un amigo de sus amigos, está el hombre que tiembla y que acepta el sosiego, no la mala fortuna. A él le admiro el temple y con él he aprendido que las decisiones para la vida pueden acarrear los momentos de mayor gloria pero también de mayor soledad. Se trata de un tipo respetable y compartido… así como no le duele invitar a un café o a unas cervezas, tampoco le ha dolido compartir sus libros y sus conocimientos. No sé o no puedo precisar los símbolos de la madera, pero a veces no entiendo de qué madera está hecho y en todo caso, cuál le correspondería. Tiene tantas razones para negar el saludo a los hipócritas, a los arribistas, a esos que se pasan tan bien su vida alrededor del que tiene las respuestas y no obstante, los invita a compartir. Tiene la intuición suficiente como para advertir a los verdaderos y a los mentirosos, pero él siempre guarda silencio y como el “maestro” que se niega a ser, permite que a su mesa nos aproximemos los justos y los ladrones, con la aclaración que asumo la parte que me corresponda.
Es una gran persona. Sería intachable si no fuera tan olvidadizo, tan sarcástico, tan precoz, tan adicto a las pastillas Halls… pero vamos, no queremos a un santo (él tan anticlero, porque aunque no lo dice, sí cree en Dios) o a un mártir… dudo que la nueva derecha incluya a gentes como él en su próxima lista de beatos. Y además, no está muerto. Todo lo contrario, se pasa de vivo.
¿Escribí que se trata de Javier Ortiz Aguilar?