lunes, noviembre 21, 2005

Encuentros


Para un inmigrante latino, cambiar identidad en el mundo globalizado de los Estados Unidos es una de las tareas más sencillas, cuando mucho hay que ejercitarse en el olvido y las ambiciones personales... Es una actividad que suena bien simple pero no es cierta; todo cambio incluye costos y la adecuación a la cultura en que se quiera insertar el nuevo integrante. De tal forma, promover los cambios lleva a la contracultura, es decir, a un choque ideológico donde al final de cuentas prevalecerá el más fuerte, no sin correr el riesgo de que el débil desaparezca.
La sociedad norteamericana, desde su fundación como tal, en el siglo XVII, se conformó de inmigrantes. En adelante la forja de su nación representaría un mosaico pluriétnico, de los ingleses “puros” vinieron luego las oleadas de irlandeses y del resto de Europa; después fueron negros y asiáticos. Por ello, la idea de que el alma norteamericana está sustentada por la fórmula: sajón y protestante es sólo una las nociones que vende la cinematografía neoyorkina. No más.
Sucede que ante el múltiple origen de la población una de las políticas de integración fue la incluir a los individuos en el mercado libre. Uno de los anzuelos más fuertes del “sueño americano” reside precisamente en la presumible libertad de acción que tiene cualquier sujeto en un país donde las instituciones políticas no controlan la totalidad del flujo económico y, además, la consecuencia de los proyectos públicos está controlada por una supuesta base democrática.
¿Cuál es la visión que tiene un latinoamericano frente a las garantías que ostentan los ciudadanos de Norteamérica? Los inmigrantes de habla hispana (unos cuarenta millones) representan una fuerza económica que no debe situarse a la zaga de ningún proyecto. Se ha discutido sobre el establecimiento de una ley que, además de negarles seguridad social, se deshaga por fin de las huestes latinas. Pero acaso los primeros en sentir la pérdida sean las comunidades sajonas y protestantes, que pese a representar ya un mínimo porcentaje poblacional, son quienes detentan la mayoría del poder económico.
Como en cualquier tráfico ilegal, si esto continúa es porque los beneficiados son los que tienen el poder de decisión. Ni a los Estados Unidos de Norteamérica ni al grueso de los países latinoamericanos conviene una especie de “ley fuga,” en ambos casos las economías tendrían los visos de emergencia. Mientras que a unos se les terminan los esclavos, los otros cesan de recibir la derrama económica que representa el envío de dinero. El fenómeno migratorio al país del norte es claro: trabajos duros, abaratamiento de sueldos antes la oferta, una cierta proximidad con sus tierras natales y quizá el espejismo que los anima a cruzar fronteras: que allá, del otro lado, hay muchos que también hablan como nosotros y pese a la salsa de tomate sobre las papas a la francesa siguen cocinándose carnitas y tamales picantes.