viernes, noviembre 18, 2005

Engorrosas colectas


Quizá el sueño que tuvo el dramaturgo mexicano Óscar Liera en su pieza titulada La gudogoga, donde la existencia de tantas manifestaciones hizo la necesidad de crear el puesto de un “coordinador”, sea una referencia todavía lejana. Pero tal parece que los hombres y mujeres que se dedican a colectar dinero en la vía pública están más que puestos de acuerdo. Y no me refiero a los limosneros, que se quedan sentados sobre la banqueta o se apoyan en una pared o pululan —sobre todo los domingos y fiestas de guardar— a la entrada de las iglesias. Esos ya ni siquiera tienen la necesidad de hablar, los pobrecitos se contentan con extender la mano y allí se quedan, como entre jugando a las estatuas de marfil y a ver quién ha quedado a medias tintas con Dios y por cargo de conciencia les regala una moneda.
Quien sea buen observador tendrá el privilegio de constatar que en su ciudad hay los mismos limosneros de siempre. Y si se reproducen (es decir, que hagan familia) sólo hay dos motivos para explicarse que el oficio no vaya en aumento. La primera posibilidad es que digan a su prole que se trata de un mal negocio, que la gente ya no le tiene tanto miedo al diablo y su infierno y por lo tanto las ganancias van en picada. La otra es que les va tan bien, que ahora se comportan como los viejos narcotraficantes: prefieren que sus hijos asistan a universidades y administren por fuera. Sobre el último punto, sin contar a los narcos, ¿no es cierto que de mendigos y pepenadores se han hecho cientos de historias? Se les inventa un pasado macabro, un cierto linaje, un pecado —de lo contrario, pierde su carácter de historia que interese— y una fortuna gracias a la limosna o al reciclaje de basura.
Sin embargo, los que parecen no dar en el clavo son los que pertenecen a las grandes corporaciones limosneriles. Porque una cosa es pedir bajo el argumento de que es para la bolsa propia y otra que se trata de una colecta a favor de las causas más disparatadas y en caso de ser justas, pues igual son las menos. Uno los reconoce por sus cofias (en el caso de algunas mujeres), por sus gafetes y una voz timpluda, que antes de interrumpir la somnolencia del pasajero de autobuses o colectivos, solicita permiso para comenzar una arenga que trata de mover, incluso, al corazón más duro.
Le gustan cuatro minutos de repetición de sus frases gastadas en lo que transcurre un trayecto de dos o tres cuadras... porque nunca hablan más de la cuenta. Y al final aquello de: “Señores pasajeros, Dios se lo ha de pagar”. Recorren los pasillos donde se apretujan los cándidos que les regalan monedas, dan las gracias, se despiden del chofer (de quien ya son amigos) y con toda la pericia del mundo, cual changos o equilibristas, se trepan al siguiente camión y gira la rueda.
Hay quien les regala una moneda o lo que “le sobre” porque dicen que es preferible a tener que hacerlo bajo la forma de un asalto. Habemos desconsiderados que atisbamos en ellos, en sus visibles capacidades físicas —las mentales están muy bien comprobadas— y comenzamos siempre a deducir que si el corazón que les late en el pecho es tan, pero tan grande y bondadoso, ¿por qué rayos no se emplean como domésticos, empacadores de supermercado o estibadores? Total, si tienen libres siete u ocho horas al día para andar exhortando a la caridad, bien pudieran buscarse un trabajo, como la mayoría y cada ocho, quince o treinta días, llevar el cheque íntegro a la beneficencia que más les acomode.