martes, noviembre 08, 2005
Filtrar la impaciencia
La literatura argentina escrita por jóvenes comienza a trascender sus propias fronteras. Como en la rueda de la fortuna, nombres suben y otros bajan, pero al fin todos apuestan, pese a la crisis, caída en la venta de libros y una sociedad oscilante entre la rebelión y el caos. Y en ocasiones sucede que un certamen sirve, precisamente, para espulgar la paja y encontrar la probable o potencial aguja. Y a santo viene por una reciente lectura a la novela ganadora (del año 2000, pero que al fin naufraga en librerías mexicanas) del premio Biblioteca Breve, que convocara la editorial Seix Barral.
Los impacientes, del argentino Gonzalo Garcés (1974), fue elegida entre un centenar de obras. Con un tono que aún transpira a Milán Kundera —cuya fama en México se hinchó no hace más de trece años—, la novela de Garcés es como bien apunta unos de sus críticos: “...la forma de ver el amor tal como era a finales del siglo veinte”. Tres jovencitos cuya vida se ha desarrollado en el Buenos Aires de mil novecientos noventa y tantos, Mila, Boris y Keller son la representación de una juventud que no abreva justamente en el éxtasis... es la añoranza de lo que jamás sucedió (como diría Joaquín Sabina). Los veinte años en pleno y el futuro como lo incierto. Un río triste que desemboca a un mar cargado de melancolía. O bien la obsesiva frase del autor: “bañados por la luz violeta que hacía de sus carnes blancas algo tétrico”.
En la novela no hay tangos, mates y otros excesivos vocablos “locales”. Hay un proceso de desarrollo de la juventud urbana enfrentada al mundo como una totalidad. Son personajes sin marcas extraordinarias, con las máculas propias de nuestra generación y la de todas: desorientación, sexo, valentía y reticencia. Quizá un realismo más cercano a la verdad que a lo ficticio, esa parte nueva de la literatura argentina para la que sólo existe Buenos Aires, en Río de la Plata contenido el país; lo demás, fuera de contexto. Con visión de oficio, Garcés retrata a sus monstruos que, de no ser bonaerenses, bien podrían ubicarse como los típicos adolescentes de Coyoacán o un fraccionamiento de mediana monta en cualquier ciudad ya urbanizada.
Los impacientes traslada a la juventud de esa clase media que puja y por tanto se rebela. Y aunque la temporalidad de la historia parte en un punto intermedio de 1997, el discurso amoroso le gana, domina lo otro y al fin, en la tercera parte, un amor consumado domina a las tres vidas. Claro, hay un juego y es la malicia natural de nuestra vida corriente.
Primera y segunda partes, Hamlet en el mundo y Mila en la guerra, respectivamente, ofrecen un marco de la vida en la capital. Boris sueña con triunfar en la farándula musical; Mila desea escribir y Keller lo anhela todo, sin acertar en nada. Un trío que al fin se une por el lazo y enredo sexual; a la usanza de pareja, no se piense en el menaje a trois. Sin embargo, bajo cada esperanza habita un demonio, lastre que al fin los anima a un avance pero les impide crecer. La contradicción de la juventud: hay toda la fuerza pero carece la experiencia; territorio fértil donde la equivocación y frustración se encuentran inmejorables.
Es sensato agregar un dato. No puede equipararse una ficción a una población entera. Ni en Buenos Aires ni en el Distrito Federal habrá unas cien mil “Mila” atendidas por una psiquiatra. O diez mil “Boris” a quienes les da por componer música. Y si lo prefieren, a un millón de “Keller” empecinados en probar y vivir, pero vestidos impecablemente, con marca y elegancia a pesar de laborar para un banco, sin ser el gerente o alto funcionario, por supuesto.
“Si no podemos tener cuarenta años, o cien, antes de haber cumplido los veinte, entonces no vale la pena tenerlos nunca...” (p.190).