lunes, noviembre 07, 2005

Historia e invenciones


El periodo mexicano del Porfiriato ha sentado más que bases en la imaginería popular. Sin duda es uno de los recovecos en la historia del país que ha mostrado buenos tratamientos desde el campo de la ficción. Nada menos que la cinematografía nacional dedicó, en parte de su auge propuesto por el gobierno y conocido como Cine de Oro, una cantidad abrumadora de filmes que, si bien denostaban al régimen anterior, colocaban coronas de laurel en las sienes revolucionarias de los héroes fabricados por el celuloide para la gran audiencia. El caso evidente era la renovación ideológica —en los sistemas mentales— por fundamentar una revolución que, como discurso, sostenía a los gobiernos emergidos de ella. Así, transcurrirían no menos de cinco décadas en que el porfiriato fue la parte antagónica y el revolucionario, bragado y ladrón a la Robin Hood, el bueno, ahora sí, de la película.
Sucede con la mayoría de las historias nacionales cuando el suceso trasciende del estudio académico —para solaz de algunos iniciados— a las versiones elaboradas para ser consumidas por una mayoría relativa. Primero la literatura y después el cine, los acontecimientos convertidos a la ficción sufren una suerte de manoseo que no por apasionante se exenta de aparecer grosero o atrevido por aquellas alteraciones a la verdad, una verdad cuyo paladín es únicamente la buena o mala o pésima intención de la visión del historiador. Y para el caso del porfiriato quizá jamás concluyan estas variedades de revisión, que cada época, con sus preocupaciones bien definidas, requiere visar su pasado de la manera que más le conviene.
De Porfirio Díaz y su tiempo puede escribirse demasiado a favor y en contra. Pero evidentemente parte de su administración se dedicó a pacificar un país que desde 1810 no conocía una tranquilidad permanente ni un déficit que casi llegó a rayar el saneamiento económico. Su contraparte es la mano dura, los abusos, la riqueza permanente en unas manos y la miseria extendiéndose en tantas; el lacayo nacional reverenciando al señor del capital extranjero. En fin, que numerosas cuitas ha provocado esto.
De caracoles y escamoles. Un cocinero francés en tiempos de don Porfirio (Alfaguara). Novela del estadounidense Jacques Paire —hijo de franceses radicado en la ciudad de México— muestra una historia narrada en primera persona que bien pudiera equiparase, por su tono, a los famosos libros de viajes, muy en boga para los gustos lectores del siglo diecinueve. Viene la sugerente idea de una historia escrita para apasionados de la Historia, pero resulta un pintoresco recorrido cuyos puntos centrales son el puerto de Veracruz, Orizaba y la ciudad de los palacios. Cuenta las peripecias de un cocinero francés —de quien jamás sabremos su nombre— que huye del París decimonónico con la ilusión de hacer dinero cuando no patria en América. “...cuando llegué a México. El general Díaz era entonces el caudillo indiscutido de la nación... siguiendo un esquema en el que había ‘mucha administración y poca política” (p. 27).
Y acaso lo interesante es la visión que de la colonia francesa en México se ofrece, los barcelonetas; comerciantes distinguidos por su capacidad negociadora y prósperas ganancias, franchutes regados por toda la tierra. Escrita en doce partes, cada una narra tres planos: la vida social en el país; la historia personal del protagonista y la gastronomía que enlaza a dos culturas. Al final de cada parte se incluye una receta acompaña por su ilustración, facsímil de grabados.
En la novela hay los puntos de politización necesarios. El cocinero, como todo extranjero, cuenta los acechos voraces de sus coterráneos quienes dominan una buena parte de las finanzas mexicanas de la época. Pero este es un personaje cándido y encantador porque amén de querer su fortuna, llega al grado de hacerse el sensible con la situación que asfixiaba a los que sí sufrían los desencantos del régimen. Vamos, que en literatura todo se puede.
Con artilugio de buena maña, Jacques Paire, ejecuta una radiografía de la burguesía nacional, consumida en sus propias ambiciones de ganar imagen, presencia y con suerte algo de poder, cuesto lo que cueste. El éxito de su personaje radica sí, en el buen sazón y su disciplina, pero también en la urgencia azteca por perder las plumas del penacho en manos y modos de un refinado maestro de los cuchillos y las cacerolas.