martes, noviembre 01, 2005

Jocosas muertes


Independientemente de nuestras tradiciones a la alta o a la baja, ese carácter festivo que los mexicanos imprimimos, incluso a los asuntos más serios como es el caso de la muerte, es parte de lo que nos salva: la fiesta de colores que se mira; ese afán de lamentarnos pero también reírnos. Y en la entrega de ayer anotaba sobre la cuestión de las ofrendas y decía, muy de paso, que en muchas ocasiones el verdadero pueblo ignora lo más sabroso de las mitologías que dan origen a esta creencia, aquellos orígenes precolombinos y los de la hispanidad, de los que resultó una cultura criolla, el “alma mexicana”.
Pero lo cierto es observar que si las verdaderas raíces se ignoran, las nuevas y las viejas generaciones repiten algunos moldes característicos que marchan de acuerdo con sus tiempos. La aseveración anterior pudiera ejemplificarse con tan sólo observar los catálogos de las famosas “calaveras”, esos versitos mal intencionados escritos con la única posibilidad de joder al aludido… y como en la mayoría del los casos estas composiciones (que por mucha rima contenida nada tienen que ver con la poesía) se encaminan a defenestrar aspectos de la vida pública, sean personajes o situaciones, es obvio que deben cambiar de personajes y acontecimientos. El sentido es el mismo y cualquier persona con la música por dentro, además de ligeras nociones sobre el uso del lenguaje, tendrá la posibilidad de gozar imaginando la muerte del sujeto o el objeto que propicien sus burlas.
Es verdad que la muerte no avisa; pero así como en los tiempos en que México era gobernado por el locuaz general Antonio López de Santa Anna, “su alteza serenísima”, los ciudadanos de aquel país decimonónico pudieron reír con las atribuciones que las mentes inquietas daban a la hora en que “quince uñas” colgaba los tenis, o las botas militares. Lo mismo ocurrió con el güero Maximiliano de Habsburgo o con el obsesivo dictador Porfirio Díaz. Es pues lo atractivo de las “calaveras”, provocar la risa a costillas de los errores y los horrores que cometen los gobernantes en turno. Algo similar sucede con las “pastorelas”, pero ese, sin duda, es guiso de otra olla.
Lo importante sería ir traduciendo las posibles explicaciones que cada generación da a los usos y costumbres. Después, como un trabajo digno de una exhaustiva investigación en el área humanística, sería medir y comparar hasta dónde la práctica actual se relaciona con el mito que le dio origen. Esto viene a cuento porque en las primeras horas de la mañana visité las instalaciones de una escuela superior donde, para no quedarse atrás, los directivos y administradores ordenaron que los alumnos de cada escuela concursaran con un altar y unas calaveras. El premio era un diploma y lo curioso fue que ante tal dádiva de las autoridades, los muchachos respondieron bien y les siguieron el juego.
Yo no iba, ni de chiste, a visitar esa “muestra”, pero como el funcionario a quien yo iba a acribillar con preguntas sobre la política cultural tardaba en recibirme, su enlace de prensa me llevó a “deleitarme” con el ingenio de los muchachos. De aquellas vistosas ofrendas sólo una tenía vigilante. Una joven no mayor de veinte años me dio una explicación fascinante… nada tenía que ver con el origen o la tradición, pero fue tanto su ingenio que uno justifica que las débiles llamas de las velas de cebo apenas iluminen los cromos de artistas de Hollywood y a otras figuras de la cinematografía mundial a quienes estos despistados quisieron honrar. A la hora de las pasiones la chica se enredó si el lugar que no tiene puertas o ventanas se llamaba Mictlán (el nombre correcto) o era por alguna posible analogía con el turístico Mitla, en el estado de Oaxaca.
Vamos, que su “altar” era temático y estaban seguros de ganar el primer lugar. ¿El tema? El cine, por supuesto. Obvio que no pusieron ni siquiera una fotografía de Tin-Tán o de Sara García o del mismísimo Pedro Infante o de perdida una del charro cantor, qué ilusiones de ver colado a ese sabroso don Susanito Peñafiel y Somellera. Bueno, el intento de las autoridades se nota, la tradición de los más jóvenes ordena y manda. Y era jocoso ver que al lado de la botella de tequila no estaba la cara de Emilio “el indio” Fernández, sino la de Marilyn Monroe. Cuando me avisaron que el funcionario me recibiría, quise preguntar a la muchachita si estaba segura de que a Marlene Dietrich le gustaban los dulces de jamoncillo.