martes, noviembre 15, 2005
La dama de Nina
Nueve gotas, minúsculas, en total. Corvas, muñecas, yugular izquierda y derecha, en la separación depilada que forma el nacimiento de las cejas, una difuminada en las mejillas y la última justo donde los pechos alcanzan la raíz para convertirse en la sugerencia de dos medias toronjas... ese rito matutino que viene tras la aplicación de la crema reafirmante, de cintura hacia arriba y del ungüento contra las estrías, de caderas a talones. Esa complicada arquitectura diseñada con el fin de mantener la belleza o de proporcionarle notas amnésicas al olvido de los años que se vienen sin guardar un solo recato ante la imagen del espejo. Qué batallas inmisericordes para lograr la magia todavía existente en los cuarenta y tantos... pero el calendario y la agenda le recuerdan que pasadas las once debe indicarle a esa despistada de Tina que mande a prepararle el coche para que el chofer la lleve hasta la plaza comercial donde se encontrará con Cariño, su cariño.
Cariño y los apellidos que el contrato matrimonial y la anhelada alcurnia le orientarían a una de sus cuatro hijas el camino de la vida sencilla —pues carecer de penurias financieras algo tendrá que ver con la sencillez de pasársela bien— y a las tres restantes, también. ¿Por qué la mayor se llama así? ¿por qué ella quiso ser tan extravagante y hacer caso del vagabundo andaluz que se hacía pasar por gitano y durante su luna de miel, a la sombra de una de las palmeras que recorrían la urbanización del Guadalquivir sevillano, aceptó que a su primer hijo le pondría un nombre relacionado con el amor? Amor, inexplicable amor huidizo de ojos ciegos y caprichos traicioneros. “A los hijos los pares tú, yo los mantengo” le dijo Gonzalo mientras un día antes del primer parto ella le comunicó la decisión y él se anudaba la corbata para salir a la audiencia con el gobernador en turno.
“Cariño es un nombre de lo más raro, como que muy a gusto de los españoles”, piensa ella en tanto que su chofer hace proezas para que la elegante vagoneta tenga cabida entre el espacio que los austeros automóviles le permiten. En fin, que a la niña también la lleva su propio chofer y seguramente a lo lejos, sin que Cariño lo advierta, estará uno de los engorrosos guardaespaldas a quien el licenciado procurador tiene dispuestos para cuidarle la seguridad. “Qué nombre, Dios mío, pobre hija mía” piensa ella justo cuando el delgadísimo tacón de su zapatilla Gucci hace el primer clack sobre los adoquines labrados en piedra volcánica.
La cafetería del restaurante tipo griego está vacía y las horas son muy intermedias. Cariño no llega y ella, ante la mirada de gentilhombre que le pone el mesero, duda entre ordenar un “tempura de espárragos” y una infusión de hierbabuena o una generosa copa de ese licor anisado que se bebe mitad agua, mitad brebaje. Pero como Grecia está muy lejos nadie reparará en que la señora ordene tan sólo tres dedos de coñac Martell, una café estilo italiano y una compota de peras a la mantequilla. ¿Evasión tomar un postre y un alcohol? Hace tres décadas en que ella sólo debe guardar apariencias y su vida se ha escurrido, como arena fina, entre aguardar una buena noticia que la rescate del letargo tan oprimente. “Coñac” dice al mesero.
Tras la segunda copa Cariño la besa, ha llegado. “¿Por qué no fuiste a la casa?” Y la hija se deshace en zalamerías hasta explicarle que está embarazada. Cinco semanas. Treinta y cinco días de sangre detenida en su vientre y una profunda ilusión que le galopa sobre todos los sentidos.
—Pero mami, no es de Genaro, tu yerno. Ayúdame.
Ella no tiene más qué preguntar y su tregua es encerrarse en el sanitario de la cafetería. Y allí, frente a su imagen de cincuenta y siete años, consuela su primera lágrima No puede, no quiere llorar, no es una “star movie” que ande con presteza por la quinta avenida de Nueva York, como para que todo pase así, tan fácil, de repente. Aún es guapa. Se lo confirma su olfato cuando una de sus muñecas enfrenta a su nariz, porque a pesar de todo, Nina Ricci es la constancia de “aires del tiempo”. ¿Qué hubiera pasado si aquella mañana no hubiese regado por su cuerpo las gotas de un perfume que le sugieren aquel bálsamo?
Sus manos delgadas, anudadas por venas, buscan su lápiz labial. Con él, escribe en espejo del sanitario: “Sólo trataré de ser una buena abuela” y regresa a su silla acojinada para decirle:
—Cariño, mi respuesta está en tu reflejo, ve al baño.