A Itzel Guevara
Las campanillas dispuestas al fondo del pasillo anunciaron la primera llamada a la oración matinal. Los cirros que apenas se divisaban quizá podían asegurar que la aurora iba a ser resplandeciente en aquellos últimos días otoñales, aunque el frío de aquel año calaba hondo, según lo recordaban los habitantes más viejos. Ella no podía asegurarlo, tenía veintinueve años y desde que su memoria le era fiel a los primeros recuerdos, todo había sucedido entre los pasillos, la huerta, el patio central, la cocina, el almacén, la capilla, los oratorios particulares y las celdas del convento.
Pero aquel año el frío era intenso y ella, entonces sí podía jurarlo, nunca, antes de iniciar el invierno necesitaba dos mantas ni había untado al pan una mayor cantidad de manteca a la usualmente solía comer. Sus labios se agrietaban y estaba cansada de mojarlos con la punta de su lengua, además, la saliva endurecía la piel tan delicada y al pasar los días, por cada sonrisa, aunque fuese ligera, apenas un boceto de alegría, un sufrimiento como de quien desgarra su propia alma del cuerpo se le apoderaba. Qué difícil era reír de esa forma: con dolor. Mas no le preocupaban tantos sus labios, allí ¿quién podría besarlos alguna vez? De hecho, si lo había pensado o si aquella idea le cruzaba, con alzar la vista al cielo o trepar al manzano más alto de la huerta y mirar la villa, a lo lejos, la consolaba.
¿Dónde iba a estar mejor si no en el convento? Afuera, o en el mundo externo, en el que miraba trepada desde el manzano, las cosas jamás se miraban bien. El orbe de los hombres y de las mujeres ajenos a Dios es alegre pero desconsolador; Prisca, una jovencísima novicia que no estaba en clausura, le contó alguna vez que en el hospital de los locos, en Lisboa, se mostraba un cuadro enorme y aterrador, con seres que se entregaban a los deseos carnales y que de inmediato eran castigados por sus deslices, que las mismas personas que en una hoja pecaban, en la otra se habían transfigurado en mitad humano y mitad bestia. La carne es pútrida. Cuando el alma abandona al cuerpo, la carne se descompone; pero hay quienes en vida están vacíos y el hedor que los acompaña es insoportable. Pero nadie hiede tanto como Lucifer. Extramuros, la vida era más dura.
Ella no sabía del hambre y los únicos sufrimientos a los que se había expuesto eran los de llorar la muerte de alguna de las monjas, ayudar a prepararles la mortaja y acaso atarles la mandíbula y el cráneo para evitar el rictus del terror. Pero ahora sentía un frío más interno, porque la monja que acompañaba a Prisca había muerto hacía unos veinte días y la orden de Valladolid aún no decidía quién sería la acompañante de la jovencita en su trayecto hasta Barcelona. De tres jornadas que pernoctarían en el convento, se habían convertido en veintitrés y ese número ella lo multiplicaba por las horas de trabajo que pasaba junto a Prisca, en el huerto, y eso tenía que dividirlo en la cantidad de historias que la muchacha le susurraba al oído.
—Una vez, besé a un hombre— le confesó Prisca.
—¿A qué sabe?
—Es salado y tibio, pero la lengua es suave como un pez diminuto que se mueve despacio en un estanque, pero aquí, adentro del cuerpo, se siente un temblor, como si te naciera un fuego.
Ella no lo podía saber. Cómo imaginarse el fuego que le nace a una persona si el único que veía arder era al corazón de Jesús, cómo suponer la calidez de otro cuerpo si solamente besaba las figuras de pasta y los pies de la Virgen de los Truenos eran fríos, helados como la cera sin consumirse. El niño al que cargaba san Antonio también era impasible, opaco. Allí no sucedían los milagros, allí, intramuros, las noches llegaban siempre igual de silenciosas.
Fue sor Juliana quien se le acercó un día. Ella estaba distraída, mirando a los peces del estanque y adivinando que si los fríos eran tan intensos, ninguno de aquellos seres rojizos sobreviviría los primeros días invernales. Ven, le dijo y tomándola de la mano la llevó hasta una vieja caballeriza que ellas habían acondicionado como enfermería, o como el lugar donde reposaban las monjas que daban signos de moribundas. Cuando estuvieron dentro y libres de cualquier mirada, sor Juliana le extendió la mano y le colocó una botella pequeña. “Necesito que me untes este aceite en la espalda”. Ella comenzó a frotar sus manos y cuando la grasa estaba tibia, un aroma dulzón comenzó a invadirla. “Es bergamota, lo único posible que te curará la melancolía... ahora recemos a santa Eulalia, para que ilumine tus labios y acompañes a Prisca”.