lunes, diciembre 19, 2005

Variaciones


Nuestra escuela es una de las más antiguas de la ciudad. Cuando yo ingresé, una profesora que se tiñe el cabello de rojo, nos llevó a conocer el edificio y comentó, por ejemplo, que este lugar lo mandó construir un poderoso gobernante.
La biblioteca es imponente, espaciosa y oscura. Qué lástima ver para qué la emplean algunos profesores: vender ropa, alhajas, perfumes. O les sirve de cafetería, porque muchos vienen a pasar un rato libre, beber café y hasta fumar. Imaginarse que un descuido puede llegar a provocar un siniestro y en un incendio se quemarían los libros, que los hay únicos en todo el mundo y la mayoría raros en este país.
Me llena de coraje saber que hay problemas por la escuela y se quiera culpar a los alumnos por desastres que no hicimos. Como si no supiéramos que los libros nos están prohibidos. No sabemos latín, alemán, portugués o italiano, pero son malas jugadas eso de ponernos con que el gobierno será quien cuide de la biblioteca.
Me pregunto qué pensará el gobernante que mandó construir este edificio si ahora se enterara que nos está prohibida la biblioteca. Al contrario, lo ideó pensando en que usaríamos esos libros. Dicen que maltratamos el patrimonio nacional, pues que nos enseñen a cuidarlo.
Yo veo mal que hagan un patronato para defender lo nuestro, porque el presidente de éste tiene sus diferencias con el director y aprovecha la buena voluntad de nosotros para sacar a flote sus diferencias. ¿Qué culpa tenemos de esos resquemores? Ninguna.
Israel López. Taller de creación literaria.

Claudio impartía un taller de iniciación literaria en una de las escuelas, efectivamente, más antiguas de la ciudad. Había conseguido el puesto gracias a un concurso de reseña histórica, convocado por las autoridades municipales para conmemorar el ciento cincuenta aniversario de la fundación. Su trabajo, De la Escuela Cantonal al Colegio Nacional resultó ganador y eso le permitió el coqueteo con un funcionario que le facilitó la sencilla plaza.
En realidad el texto de Claudio era un compendio de escritos sobre la transición educativa, que explicaba el cambio de año escolar, de enero a septiembre. Lo importante en el presente era ver su nombre escrito a la entrada de la sala de profesores. Una vez por semana, desde su pedestal, el joven imitaba los movimientos, las muletillas y los gestos que viera en la universidad.
¿Era Claudio quien hablaba a los alumnos o la máscara que pretendía tener? Había optado por dejar de consumir los delicados cigarrillos con aroma de maple y en la bolsa de la chaqueta llevaba siempre una caja metálica con cigarros negros, de sabor profundo. Preparaba su cátedra con una inconformidad que le llenaba el pecho y una vez frente a los jóvenes desdoblaba su apariencia gris por la de un ser colorido, sonriente, cálido. Les hablaba de Juan Rulfo como si él hubiera presenciado las borracheras del escritor tapatío.
Las actuaciones de Claudio animaban a los jóvenes para escribir o llenar las hojas de sus libretas con frases cortas y directas. Eran remolinos parecidos a los que forman los vientos de otoño en las baldosas de los parques. Él les solicitaba cualquier tema, como quien pronuncia una palabra mágica, capaz de remover los instintos y persuadir a todas las miradas. Y así, en uno de los tantos ejercicios, resultó la crítica del alumno más despistado: Israel. Considerando el temperamento apocado del chico, Claudio supuso que se trataba de una visión fría y contundente, lógica; que en ese cuerpecito frágil dormía, sin duda, un hombre de temple. Pero como nuevo profesor, no estaba al tanto de que hubiera patronatos o golpes de prensa que ventilaban las diferencias por la administración del patrimonio escolar. En efecto, la biblioteca era un monumento y su acervo estaba conformado por unos seis mil volúmenes cuyas fechas de publicación oscilaban entre 1600 y 1940. Él mismo, alguna mañana de tedio, se había dado a visitar el área y su admiración se concentró en una edición francesa de la Biblia, con grabados de Gustave Doré. Desaprobó el derecho a estantería abierta cuando en la ilustración correspondiente a la entrega de las tablas de la ley, a Moisés, a un lado del decálogo alguna mano había perpetuado la presencia de un corazón sangrante, rojo, que encerraba dos iniciales y un: “hasta la muerte”.